30 agosto 2003

En defensa de las palabras

La palabra ha sido el símbolo con que el Creador nos ha dotado a su Fonema y semejanza: nombramos y hacemos vivir la materia, materias que sólo existen en la incorpórea nación y noción de la memoria, territorio fugaz y codicioso, tierra incógnita, campo codicioso y aventurero, caprichoso; nombramos en la invisibilidad insensible de la psique, donde no hay rostro o carne, donde el país es una letra. Allí podemos dominar, desde el lenguaje, desde su torre fortificada del lexema, la fronteriza y cromosómica boca que nos diferencia del primate: el alfabeto.

En el ejército de las sílabas, en el sitio donde la defensa del hombre, del ser humano, nos oculta del lado del simio, las distintas civilizaciones han aprendido distintos modos de escritura y comunicación: de los habitantes de Ur y sus tablas de arcilla, para ellos modernísimas hojas de nuestro papel caduco, maquinaria avanzada, barro, a los egipcios y su estirada escritura, pintores de paredes y papiros, viajando por la Odisea de los griegos y sus mares mitificados, épicos y conocidos por las letras, a su homenaje y sus dioses cantados de sí mismos, inaugurando los “touroperadores literarios”, la literatura de viajes. Es hombre quien se nombra y puede nombrar, así comenzamos, después de nuestro primer reconocimiento como personas, la tarea que nos reivindica como tales, así comenzamos la aventura, el sentido de escribir.

Cercas pone cerca o coto a la imagen de la lengua, al lenguaje: “él nos vacunó contra la solemnidad, que es el escudo de la estupidez” (Montesquieu), contra las huecas pretensiones de tanto pelmazo con pujos de sublimidad y tanta logomaquia brumosa que pasa por sabiduría, contra el prestigio bobalicón del catastrofismo y fariseísmo de tanto bien pensante; también nos enseñó que el humos es una forma de la inteligencia, que pensar por cuenta propia es la única forma de pensar; que no hay valores más altos que el coraje y la alegría, que la ética es una estética de la generosidad, que los libros sirven para vivir más y que hemos venido aquí a darnos una vida buena, lo que es exactamente lo mismo que darnos la buena vida; por lo demás, en muchos malos momentos también le oímos susurrarnos al oído: “No tengas miedo, amigo: ten confianza”.

De este modo la cárcel de la lengua nos hace libres, nos da la posición y la posibilidad y nos acomoda en la mejor escala evolutiva posible. Las condiciones del lenguaje vienen implícitas en nuestras lecturas y nos hacen empresarios y logopedas propios, cuidadores, domadores de nuestros cánticos, de la sintaxis, de la que nos hace mostrarnos como escritores, puesto que el bienestar de la lengua, desde la metáfora al papel, desde la idea que surge del caos de la mente, nos considera sus mejores guardianes, los únicos que pueden permitirse el lujo de tachar una línea y autoinmolarse por el beneficio de SU belleza, donde otros no son más que figuras en la mutilación de las palabras, en un discurso sodomítico de la Lengua. Nosotros cuidaremos de la misma.