27 octubre 2015

El poeta antipático

El poeta antipático 

por Andrés Ibáñez

 








Philip Larkin
Poesía reunida
Barcelona, Lumen, 2014
Trad. de Damián Alou y Marcelo Cohen
256 pp. 22,90 €
Los poetas claros
Philip Larkin fue un poeta importante para algunos de los poetas de nuestra generación del cincuenta (una generación que, como casi todas las que pueblan nuestra historia literaria, estuvo formada por artistas totalmente disímiles), porque proponía un tipo de poesía moderna pero coloquial, civil, cotidiana. Auden fue el primero en practicar en inglés este tipo de poesía, en la que podemos encuadrar también a Sir John Betjeman. Los tres son poetas muy diferentes. Auden es inmenso como un continente, o incluso como varios continentes; Betjeman, un creador de encantamientos que también podía ser amargo; y Larkin, un creador de amargura que sólo en ocasiones se permitía algo de encanto. Pero hay una cosa que une a los tres, modernos, civiles, coloquiales como son, antirrománticos, claros, comunicativos: que los tres fueron también inmensos virtuosos del verso, de la rima y del metro.
Esta poesía en estrofas, al ser traducida en verso libre, pierde mucho del carácter original y se transforma en algo muy diferente de lo que era. Es lógico no intentar traducir con metro y rima, algo que sólo puede hacerse a costa de desfigurar el original. Creo, incluso, que una traducción de este tipo sería mal vista, o considerada como algo anticuado. Sin embargo, las traducciones de esta clase de poetas difícilmente pueden dar una idea de cómo suenan en el original.
Es cierto que una traducción rimada ha de cambiar cosas y en ocasiones seguir sólo muy tenuemente el «sentido» general de un pasaje. Pero, en el original, también la rima y el metro exigieron la aparición de esta o aquella palabra o la sintaxis azarosa de una frase. La estrofa imprimió unas exigencias al poema, pero este se vierte ahora en una lengua totalmente libre de restricciones. Una palabra que sólo el ingenio y la necesidad de la rima pusieron en el original parece, en la traducción, una simple elección del poeta.
¿Cómo leerían a Auden y a Larkin poetas como Jaime Gil de Biedma? Hemos de suponer que los leyeron en inglés. Pero entonces, ¿por qué no se sintieron interesados por su forma, por las delicadas rimas de Auden, por las densas estrofas de Larkin? ¿Cómo pudieron influirles tanto si no les influyó en absoluto su sonido y su ritmo?
Una breve consideración sobre el metro y la rima en España e Inglaterra
En España, país extremado, todo ha de ser siempre totalmente blanco o totalmente negro. Por lo general, se considera que la poesía rimada y  medida es «antigua». Muy pocos poetas del siglo XX han seguido practicando las formas poéticas heredadas del pasado. ¡Vade retro, soneto, horrenda antigualla! Las formas clásicas de un poeta como Leopoldo Panero, por ejemplo, son miradas con desdén. No así los sonetos de Blas de Otero, que reciben aclamación universal. Pero el metro y la estrofa son, por lo general, raros. Los maravillosos experimentos anapésticos de José Hierro fueron pronto olvidados por su autor en beneficio de una poesía mucho menos «musical».
Hay otras excepciones, si las buscamos. Carlos Edmundo de Ory, por ejemplo, ha  practicado siempre una infinidad de estrofas y posibilidades rítmicas, como lo ha hecho, también con enorme originalidad, Juan Eduardo Cirlot. Pero por lo general, el poeta español de los años cincuenta, sesenta o setenta en adelante es autor de versos libres que, aunque muchas veces son en realidad endecasílabos, evitan como la peste la rima y la estrofa.
Ya en la generación del 27 es visible el fenómeno. En García Lorca existe un equilibrio casi perfecto entre la poesía estrófica (romances, canciones, sonetos) y la libre de Poeta en Nueva York o el Diván del Tamarit. Gerardo Diego, el más clásico de todos, practicó numerosas formas tradicionales. Jorge Guillén comenzó con numerosas formas clásicas (octavas, serventesios, cuartetos, cuartetas, sonetos, romances, endechas, etc.) que luego abandonaría en su extensa y triste obra posterior a Cántico. Rafael Alberti comenzó con canciones de tipo popular y practicó el soneto y el romance y, luego, diversas formas de poesía rimada, aunque la mayor parte de su obra está en verso libre. Luis Cernuda, aparte de unos juegos juveniles y algunos pocos experimentos con la asonancia («Un español habla de su tierra»), siempre escribió verso libre. Lo mismo sucede con Pedro Salinas, aunque sus versos libres suelen ser endecasílabos. Sólo Miguel Hernández aparece como un fiel practicante de la estrofa, que no intenta abandonar jamás, y dentro de cuyo molde exigente es capaz de la expresión más atrevida, formidable y original.
Lo mismo sucede con los latinoamericanos. Siempre nos extraña la fidelidad de Borges a la estrofa después del tímido verso libre de sus primeros libros. Pero la mayoría de los poetas del siglo XX posteriores a Leopoldo Lugones o a Ramón López Velarde o a Gabriela Mistral –Neruda, Vallejo, Huidobro, Paz, Lezama, Villaurrutia, Pellicer, Macedonio, Gorostiza, Gelman, Parra, Novo, Huerta, Mutis, Eielson, Vilariño, Lihn, Bolaño, Pizarnik– son casi totalmente (o totalmente) refractarios a la estrofa. Encontraremos excepciones si las buscamos: Evaristo Ribera Chevremont, Enrique Banchs, claro, Francisco Luis Bernárdez, Sara de Ibáñez, Eduardo Carranza… Eliseo Diego y Fina García Marruz también, cada uno a su manera, y a pesar de que la libertad suele ser su opción preferida.
Si observamos la historia de la poesía española vemos que el verso «blanco», como se llamaba entonces, apenas aparece en nuestra literatura hasta el siglo XX. Hay algunos experimentos en el siglo XVI de poesía sin rima en los imitadores de Horacio (algunas odas de Francisco de la Torre, una epístola de Garcilaso), pero vemos que incluso el teatro de los siglos XVII y XVIII está escrito siempre en verso hasta la llegada de las comedias en prosa de Moratín, a fines del siglo XVIII. A tal extrema formalización sólo podía seguirle una extrema ausencia de formalización.
Si comparamos esta situación, aunque sea someramente, con la de la poesía inglesa, nos encontraremos un paisaje totalmente diferente. Las obras de Shakespeare están escritas en lo que nosotros consideraríamos endecasílabos, que en inglés se llaman pentámetros yámbicos, aunque lo principal aquí es el pie (débil-fuerte) y no tanto el verso que, de cualquier modo, carece de rima. Algunos personajes de Shakespeare, como Iago, por ejemplo, están escritos en prosa, y en prosa está escrito el maravilloso monólogo de Hamlet «I have, of late».
John Milton escribió en versos sin rima su Paraíso perdido siguiendo el modelo latino, y aunque el siglo XVIII inglés se obsesionó con los ritmos pesados de John Dryden y Alexander Pope, en los románticos encontramos ya una total libertad, un total desvanecimiento de las formas heredadas, especialmente en William Wordsworth, que busca una prosodia similar a la de la lengua hablada y que se convertirá en el modelo principal de Walt Whitman. William Blake, por su parte, utilizará en sus poemas largos bien pies acentuales (anapestos, yambos) de una forma totalmente anárquica, bien, como en Jerusalem, su obra más extensa, una libertad rítmica total.
Alfred Tennyson favorece casi siempre la estrofa, pero escribió «Ulysses» o «Tithonus», por ejemplo, en verso libre. En Robert Browning encontramos todos los extremos: todos los juegos del ritmo y de la rima, hasta los más caprichosos, y también extensos poemas en verso libre, como Paracelsus o esa gran locura llamada El anillo y el libro, una inmensa novela escrita en verso sin rima.
Dado que el «verso libre» se alcanzó en la poesía inglesa tan pronto y que coexistió de forma natural con las formas medidas, incluso en la obra de un mismo autor, como sucede en los casos de Wordsworth, Blake o Browning, para los lectores británicos el verso libre no es síntoma de modernidad, ni la estrofa o la rima lo son de conservadurismo. ¿Quién es más «moderno», W. H. Auden con sus estrofas o Dylan Thomas con su libertad absoluta? En muchos aspectos, Thomas es un neorromántico, mientras que Auden es claramente un poeta del siglo XX.
Esa es la razón de que Philip Larkin sea un poeta tan innovador y original (sin duda lo es), pero que sea, al mismo tiempo, un poeta «tradicional» en su respeto casi continuo a la estrofa, la rima y el metro.
La originalidad de Larkin la encontramos precisamente en su idea de unir la poesía en estrofas con una materia rabiosamente contemporánea, y también en la creación de una voz propia y nueva. Este concepto de voz poética, tan importante en la poesía inglesa, no lo es tanto en la nuestra, donde se presupone siempre que la voz del poema es la del poeta, quiero decir, de la persona que escribe.
La poesía en inglés y la «voz»
Solemos entender que la voz de los poemas de Machado, por ejemplo, corresponde a Antonio Machado, el hombre. La poesía en inglés es mucho más sibilina, y haríamos mal en tomar la voz de los poemas de Frost, por ejemplo, por la del hombre Robert Frost.
Siempre me sorprende que la crítica hispana alabe siempre la «sinceridad» de los poetas, mientras que la anglosajona considere como virtud máxima la «ironía» de los suyos. Los críticos anglosajones siempre tienen la capacidad de encontrar «ironía» en versos que a menudo al lector le resultan profundamente líricos o elegíacos. ¿Es que esta gente no se cree nada?
El ejemplo más claro de trabajo con la voz poética nos lo proporciona Robert Browning en sus «monólogos dramáticos»: una voz que es la del personaje de ese poema, no la del poeta.
La originalidad de Larkin
Una voz que atrajo mucho a Larkin desde el principio fue la de Thomas Hardy (1840-1928), autor de versos tremendamente oscuros y pesimistas, además de rabiosamente trabados y formales.
Creo que nadie ha amado tanto la poesía de Hardy como Larkin (si exceptuamos a Joseph Brodsky, que lo admiraba mucho). La mezcla de perfección formal y pesimismo podrían ser una forma de definir el estilo de ambos. De Hardy tomó Larkin el tema del fracaso, el tono general de desilusión y también algunos motivos difíciles de definir de forma satisfactoria: las partidas y llegadas, la idea del poema como descripción de un viaje o un paseo solitario, las ciudades nocturnas mal iluminadas, la tristeza de los trenes.
Pero la voz de Larkin es claramente contemporánea. Es, además, ácida, desagradable, antipática. Se trata, quizá, del poeta más antipático que jamás haya escrito. Ha habido poetas crueles, grandes satíricos, es cierto, y hay poemas llenos de desengaño o incluso de odio en todas las épocas, pero, por lo general, la voz del poeta es la de un ser transido de melancolía que transmite palabras y visiones trascendentales. No así la de Larkin, que es claramente la de un soltero conservador de mediana edad que no soporta a los niños, que aborrece la vida en familia o en pareja, que no cree en nada y no espera nada de la vida. Un tono ácido, una visión amarga y ligeramente sardónica. Desprecio por la «vida literaria» y también por las cosas que normalmente a todos enternecen: el amor romántico, los recuerdos de la infancia, la naturaleza. Tampoco lo hace más simpático, al menos para quien esto escribe, el hecho de que fuera un gran admirador de Margaret Thatcher. Apasionado del jazz, sólo admitía el anterior a Charlie Parker, más bien sólo el estilo de Nueva Orleans. Como tantos otros misántropos, amaba, en cambio, a los animales, a los cuales, a través de esa célebre Sociedad Protectora de Animales tan británica, dejó la mitad de su herencia.
Otra cosa amó: los guateques y los gin-tonics. En «Compasión en Blanco Mayor», por ejemplo, describe con qué delicia se prepara uno. Quizá por eso fue uno de los poetas favoritos en España de esa que ha sido definida por un comentarista como «la generación del gin-tonic».
La voz de Larkin
En «The Dance», un extenso poema que no llegó a terminar (no incluido en la selección que comentamos), encontramos la voz de Larkin en su plenitud. El lenguaje es complejo, denso, irónico y la voz que habla es la de un hombre inteligente, aburrido, desilusionado y, por qué no decirlo, un poco cabroncete. El protagonista va al baile con la intención de emborracharse y de ligar, y se ve entretenido por un «gilipollas de mierda» («some shit») que lo entretiene con su cháchara.
Vayamos a otro ejemplo extremo, «Sea éste el verso»:
Bien que te joden tus papis.
Aunque no adrede, lo hacen.
Te llenan con sus defectos
más algunos especiales.
La traducción, que mantiene rimas asonantes en los versos pares, es, sin embargo, una versión muy pálida del original inglés, que dice, más o menos:
Te joden vivo, tu papá y tu mamá.
Quizá no lo hagan aposta, pero lo hacen.
Te llenan con los defectos que ellos tuvieron
y añaden alguno extra, especial para ti.
Es decir:
They fuck you up, your mum and dad.
They may not mean to, but they do.
They fill you with the faults they had
And add some extra, just for you.
El último verso es maravilloso, porque suena como si los padres estuvieran añadiendo algo buenísimo y especial para su querido hijo.
Continúa el poema diciendo que a los padres les jodieron a su vez sus propios padres, «viejos necios atildados», que se pasaban la mitad del tiempo tirándose los trastos a la cabeza. La última estrofa es devastadora:
Man hands misery to man.
It deepens like a coastal shelf.
La traducción, «Heredamos la miseria / como zócalo marino» es difícil de entender. «El hombre pasa la desdicha a su semejante», dice el primer verso, traducido literalmente. Y el segundo: «se hace cada vez más profunda, como el zócalo costero». Es evidente que nuestra improvisada traducción es sólo una versión directa, sin pretensiones artísticas. Pero en la traducción de Damián Alou y Marcelo Cohen es difícil entender la relación entre la «miseria» y el «zócalo marino». El hecho es que esa «miseria» o «desdicha» se hacen cada vez más profundas, y de ahí la comparación con el fondo del mar. En la traducción, la «miseria» es «como zócalo marino», algo difícil de imaginar, mientras que el original dice que la «desdicha» va haciéndose cada vez más profunda, como el fondo del mar. Por otra parte, «miseria», en español, significa «pobreza», mientras que «misery», en inglés, significa «desgracia, pena, dolor» («pobreza» sería «poverty»).
Traducir poesía es tarea de Tántalos.
Pero vamos con las dos últimas líneas:
Escapa lo antes que puedas
y no busques tener más hijos.
En inglés dice: «Get out as early as you can, / And don’t have any kids yourself».
De nuevo la versión española parece innecesariamente pálida e inexpresiva. El inglés diría, más o menos literalmente: «Escapa tan pronto como puedas, / y no tengas hijos tú». Hay un pequeño problema con el «más» del último verso, que supongo que es un «más» argentino, que quiere decir «nunca». Si lo leemos en español argentino, no hay problema, pero, ¿por qué «no busques», un énfasis innecesario que no está en el original?
Al leer el rotundo último verso, «And don’t have any kids yourself», entendemos que esta brutal declaración es la frase que Larkin quería decir y comprendemos el porqué de ese extraño «coastal shelf» («zócalo marino») que era un problema para los traductores: se trata, en realidad, del ripio necesario para hacer rimar la última palabra, shelf / yourself. El arte de un poeta está en hacer necesarios y plenos de significado sus ripios. Borges y Bioy se pasaron años y años hablando sobre este tema.
La presente traducción
Editada con enorme gusto por Lumen en un volumen especial, con pastas duras y una cubierta en cartón grueso (que durará más de lo que suelen) ilustrada con una gran foto del poeta, ésta es una magnífica introducción a la poesía de Philip Larkin.
De lo dicho anteriormente no debe deducirse que la traducción no nos parezca recomendable. Traducir poesía es una tarea tan difícil que es imposible hacerla a gusto de todos. Siempre falla o falta algo. Si se es demasiado literal, falla la música. Si se atiende a la música, se pierden matices del original.
Hay verdaderos aciertos, poemas que se leen con perfecto agrado en español:
Al alargarse la tarde
la luz, gélida y amarilla,
baña las serenas
fachadas de las casas.
Canta un tordo
rodeado de laurel
en el jardín ancho y pelado,
y su voz ahora en el aire
asombra a los edificios.
La traducción combina excesivas brevedades, un laconismo que hace difícil comprender el original, como en el poema ya citado «Sea éste el verso», con un moroso deseo de poner todo lo que hay en el original a riesgo de destruir todo el ritmo. Así, por ejemplo, se ve a los bailarines de una fiesta
shifting intently, face to flushed face
que en español deviene en
moverse muy concentrados, las caras coloradas muy juntas
Pero, nos preguntamos, ¿no habrá alguna otra manera de reproducir la concentración del original? Cierto es que ningún idioma que no tenga declinaciones puede ser tan concentrado como el inglés.
Otro ejemplo de maravillosa versión al español: «Lugares, amores».
No, todavía no he encontrado
el lugar del que pueda decir
Este es mi sitio,
aquí me quedo
;
y tampoco a esa persona especial
que enseguida reclame
todo lo que tengo,
incluso mi apellido.
El tema es un favorito de Larkin: el matrimonio, receta segura de la infelicidad. Una obsesión, casi. Larkin mantuvo una larga relación sentimental, pero nunca llegó a casarse, y las puyas y burlas contra la supuesta «felicidad de las parejas», los horrores de la vida en familia o incluso los horrores del sexo, son constantes en su poesía. A veces estas puyas llegan a lo desagradable, como en el poema «Egoísta es el hombre», una ridiculización burlesca de la vida matrimonial del ayudante de Larkin en la biblioteca donde trabajaba, Arthur Wood, un buen hombre que ni tenía un matrimonio especialmente siniestro ni hizo nada por merecer tal poema.
La traducción de «Egoísta es el hombre», como sucede con algunos de los poemas más burlescos, está en verso, y es una de las que pueden darnos con más fidelidad el verdadero sonido de Larkin:
Nadie puede negar, no,
que Arnold es menos egoísta que yo.
Se casó con una mujer para que no se le fuera
y ahora la tiene allí hasta que se muera.
En general, la presente traducción está llena de felicidades, y por ellas deberíamos juzgarla. «To inlay faded, classic Junes», un precioso verso que podría ser de John Betjeman, es en español «en desvaídos junios clásicos» no menos memorable.
Podemos leer «Albada», uno de los grandes poemas, en español, y disfrutar plenamente de la intensidad sigilosa de su desesperación:
Trabajo todo el día, y por las noches me emborracho.
Me despierto a las cuatro en una oscuridad callada, y miro.
Los bordes de las cortinas no tardarán en iluminarse.
Hasta entonces veo lo que siempre ha estado ahí:
la muerte infatigable, ahora un día entero más cerca,
que borra todo pensamiento excepto
cómo y dónde y cuándo moriré.
Árida interrogación: no obstante, el temor
de morir, y estar muerto,
centellea de nuevo, te posee, te aterra.
Leemos a continuación la versión inglesa y vemos que ciertos versos que en español parecen inevitables son, en realidad, inteligentes y sensibles transformaciones. El miedo de estar muerto «flashes afresh, to hold and horrify», una frase que no se vierte fácilmente, encuentra en español una fórmula feliz: «centellea de nuevo, te posee, te aterra».
Por lo demás, ¿quién podría traducir de manera satisfactoria las prodigiosas estrofas de «Las bodas de Pentecostés», uno de los grandes poemas de Larkin? Las primeras estrofas son poesía inglesa en su quintaesencia, y están escritas con un ojo para la realidad, para el movimiento, para los detalles del paisaje, para el entorno sensorial, que nuestra poesía raramente ha intentado (¿«En tren», de Antonio Machado?). Seguramente no hay forma humana de traducir:
where sky and Lincolnshire and water meet
que en español se vuelve:
donde el cielo y Lincolnshire y el agua se encuentran
Pero, ¿por qué cambiar el sentido de la segunda estrofa, en la que los diversos elementos del paisaje pasan por las ventanillas, y decir que somos nosotros los que pasamos por esos lugares? La mente sabe que somos nosotros los que estamos en movimiento y no el paisaje, pero el ojo ve al paisaje moverse y a nosotros inmóviles. Larkin escribe con el ojo y no con la mente: ¿por qué no seguirle en esto?
La Poesía reunida de Larkin
El presente volumen recoge los tres libros principales de Larkin: Engaños, Las bodas de Pentecostés y Ventanas altas, además de otros seis poemas en una sección aparte, entre ellos «Albada», uno de los más importantes. No es, desde luego, la obra completa de Larkin, pero sí una panorámica extensa que recoge, sin duda, lo mejor de su producción. La edición de Faber & Faber de los Collected Poems de Philip Larkin contiene doscientos cuarenta poemas, de los cuales setenta pertenecen a la «Poesía temprana». El presente volumen está integrado por noventa y tres poemas.

Andrés Ibáñez es escritor. Sus últimos libros son El perfume del cardamomo (Madrid, Impedimenta, 2008), Memorias de un hombre de madera (Palencia, Menoscuarto, 2009), La lluvia de los inocentes (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012) y Brilla, mar del Edén (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014).