26 julio 2008

Viaje al oeste. Las aventuras del rey mono Anónimo (*)

En la cumbre misma de esa extraordinaria montaña había una roca inmortal. Tenía una altura de treinta y seis pies y medio y un perímetro de veinticuatro pies justos. Semejantes medidas no eran casuales, ya que se correspondían exactamente con los trescientos sesenta y cinco días del año solar y las veinticuatro horas que marcan el quehacer cotidiano del hombre. Poseía, además, nueve agujeros profundos y otros ocho de mejor longitud, que encontraban su equivalente numérico en las Nueve Constelaciones y en los Ocho Planetas que habitan los palacios celestes. Aunque no crecía sobre ella vegetación alguna, durante mucho tiempo había sido alimentada con las mismas semillas del Cielo y la Tierra y la fuerza extraordinaria del sol y la luna. Finalmente, por acción directa de lo alto, quedó embarazada y empezó a crecer en su interior un embrión sobrenatural. Tras largo período de gestación, se abrió inesperadamente un día y dio a luz un huevo de piedra del tamaño aproximado de un balón. Expuesto a la fuerza de los elementos, se transformó en un mono de piedra, exactamente igual a los que hoy conocemos. No pasó mucho tiempo antes de que aprendiera a correr y a subirse a los árboles. Cuando hubo dominado a la perfección tan difíciles técnicas, se inclinó, reverente, ante los cuatro puntos cardinales y entonces se produjo el milagro: de sus ojos salieron dos rayos potentísimos que llegaron hasta el mismísimo Palacio de la Estrella Polar. Su luz era tan fuerte que llamó la atención del Benéfico Señor del Cielo, el divino Emperador de Jade, que se hallaba reunido con sus ministros en el Palacio de Nubes de los Arcos de Oro, concretamente en la Sala del Tesoro de la Niebla Divina. Sorprendido por su brillo extraordinario, ordenó a Mil Ojos y a Oídos de Viento que abrieran la Puerta Sur del Palacio Celeste y averiguaran de dónde provenía semejante fenómeno. Los dos capitanes cumplieron la orden sin pérdida alguna de tiempo y, tras analizar cuidadosamente la situación, regresaron al lado de su señor y le informaron, diciendo:
—Vuestros indignos servidores han obedecido al pie de la letra el mandato que de vos han recibido y han averiguado que esos potentísimos rayos provienen de la Montaña de las Flores y Frutos. Ese lugar, como sabéis, se encuentra en la región de Ao-Lai, al este del continente de Purvavideha. En esta montaña singular hay una roca inmortal que, extrañamente, ha dado a luz un huevo de piedra. Lo más asombroso, sin embargo, es que los elementos han actuado sobre él y lo han convertido en un mono de piedra. Los rayos que os han molestado han partido precisamente de sus ojos, pues, al inclinarse ante los cuatro puntos cardinales, han adquirido tan viveza que su luz ha alcanzado hasta el mismísimo Palacio de la Estrella Polar. Pero no os preocupéis. El mono en cuestión se ha puesto a comer y a beber y pronto perderá todo su poderío.
—No lo creo yo así —replicó el Emperador de Jade con misericordiosa complacencia—. Las criaturas del mundo que yacen a nuestros pies surgieron de la copulación del Cielo y la Tierra y es natural que de vez en cuando nos sorprendan con su desconcertante modo de actuar.
Para entonces el mono había aprendido a caminar, a correr y a saltar de una parte a otra. Se alimentaba de frutos y plantas y bebía de los múltiples ríos y arroyos que surcaban la isla. La mayor parte del tiempo la pasaba cortando flores y subiéndose a los árboles en busca de frutas. No tardó, sin embargo, en entablar amistad con el tigre, el lagarto, el lobo, el leopardo y el ciervo, aunque consideraba a las otras especies de monos como su auténtica familia. Por la noche dormía en cuevas que abandonaba en cuanto el sol emergía por la línea del horizonte y daba comienzo la mañana. El tiempo transcurría con lentitud, pues, como bien reza el dicho popular, "en lo alto de las cumbres el río avanza y retrocede con tanta regularidad que allí nadie es realmente consciente del paso de los años".
Una mañana, sin embargo, hizo tanto calor que no encontró mejor manera de escapar al bochorno que ponerse a jugar con otros monos a la sombra de unos pinos. Descubrió entonces, sorprendido, lo mucho que se parecía a ellos. Su manera de divertirse era prácticamente la misma. Algunos, de hecho, saltaban de rama en rama en busca de frutos, mientras que otros pasaban el tiempo tirándose piedrecitas o arrojándose pequeñas piñas. A veces se llegaban hasta la playa y otros lugares arenosos y se ponían a construir extrañas pagodas de arena. No era tampoco raro que persiguieran a las libélulas y corrieran, como locos, detrás de las lagartijas. No se olvidaban, sin embargo, de inclinarse ante el Cielo, presentando, así, sus respetos a los dignos budas que lo habitan. Pero no por ello dejaban de ser animales revoltosos y estropeaban a placer las viñas y otros árboles que crecían, lujuriosos y exhuberantes, a su alrededor. Cuando se cansaban de eso, se tumbaban en mullidos lechos de hierba y se ponían a buscarse unos a otros pulgas y parásitos. Cuando, tras muchos escarbar en sus tupidos pelajes, encontraban alguno, se lo comían con avidez o, simplemente, lo mataban con las uñas. Otros preferían, no obstante, espulgarse solos. Para ello se llegaban hasta el tronco de un pino y se restregaban una y otra vez contra él, hasta que el ardor desaparecía y la sensación de malestar remitía. Lo que más les gustaba, pese al peligro que ello entrañaba, era jugar y perseguirse entre los pinos. Ya tendrían tiempo después de desprenderse de todos los parásitos que pudieran coger en sus interminables correrías en las verdes aguas de los arroyos. Así lo hicieron aquella mañana, llegándose hasta uno de los torrentes de la montaña. Al ver la fuerza de la corriente y los tumbos que daba el agua entre las rocas, como melones que se destrozaran sin cesar contra las piedras, se quedaron asombrados y comenzaron a ponderar su extraña belleza. A nadie debe sorprenderle que hablaran. Si, como reza el dicho tradicional, "las bestias tienen su lenguaje y las aves el suyo", ¿qué hay de extraño en que los monos se comuniquen entre sí con palabras? Los monos se dijeron, pues, unos a otros:
—Puesto que no sabemos de dónde viene todo este agua y hoy no tenemos nada que hacer, lo mejor es que remontemos su curso y, así, descubramos dónde se encuentra su fuente. ¿No os parece que será una manera estupenda de pasar el tiempo?
Todos aceptaron, entusiasmados, la idea y, dando grandes voces de júbilo, siguieron montaña arriba el desconocido curso del torrente. Los monos caminaban en familias y no tardaron en dar con su fuente: una impresionante catarata, cuya visión les hizo enfurecer. Se elevaba en el paisaje como una altísima columna, de la que emergían bellísimos arcos iris que el viento hacía cambiar constantemente de posición. A su base lanzaban miles de olas blancas, que hacían pensar en brisas realmente inexistentes y en la bravura de desconocidos ríos lunares. Su brillo recordaba, en efecto, al de la dama de la noche y teñia levemente de blanco el profundo verdor del paisaje en el que se hallaba enclavada. Se sospechaba la existencia del poderososo afluentes que la alimentaban, pero la sensación que más dominaba en quien tuviera la suerte de contemplarla era la de una hermosísima cortina que alguien hubiera colgado de las mismas nubes. A la vista de tan inesperado milagro, los monos empezaron a aplaudir y a exclamar, entusiasmados:
—¡Qué maravilla! ¡Qué increíble belleza! Su agua nace directamente del seno de la montaña y va a desembocar, sin lugar a dudas, en la lejana placidez del Gran Océano.
Otros añadieron con inamovible certeza:
—El que se atreva a cruzar esa impresionante cortina y vuelva sano y salvo a contarnos las maravillas que tras ella se esconden será nuestro rey. ¿Hay alguien dispuesto a hacerlo?
Nadie respondió a semejante reto. Hubieron de lanzarlo tres veces al viento, antes de que surgiera, desde muy atrás, el mono de piedra y gritara con voz potente:
—¡Yo lo haré! ¡Yo cruzaré la cortina de agua y volveré para deciros lo que hay detrás de ella!
(...)


(*) Viaje al oeste. Las aventuras del rey mono, obra del periodo Ming (1368-1644), narra el peregrinaje del monje Chen Hsüan-Tsang a la India en busca de escrituras sagradas. En palabras de Jesús Ferrero, prologuista de la edición española, es "la obra de todo un pueblo, como la muralla china y como el mismo imperio, en la que intervienen muchos creadores, hasta cristalizar como narración plena de sentido y perfectamente estructurada en el siglo XVI, gracias a la probable intervención del escritor Wu Chengen, que la dotó de una poderosa estructura".