PHILIP LARKIN: SEMBLANZA DE UN CRÍTICO DE JAZZ. Por Enrique Martín Ferrera.
Portada de la edición inglesa de «Faber & Faber»
del libro «All What Jazz: A Record Diary» (1968), de Philip Larkin
-recopilatorio de sus artículos sobre Jazz publicados en el periódico londinense «Daily Telegraph»
En
verdad, sólo hay un par de cosas que valgan la pena: el amor, en
cualquiera de sus formas, con muchachas hermosas, y la música de Nueva
Orleáns y Duke Ellington.
(Boris Vian, «L´ écume des jours», prefacio.)
No significa nada si no tiene Swing.
(Edward Duke Ellington)
1932
Duke Ellington en el «Hurricane Club»
1943
«Pocas
cosas me han proporcionado más placer en la vida que escuchar jazz.»
Con esta rotundidad se pronunciaba Philip Larkin en el prólogo de 1.968
de «All What Jazz: A Record Diary», un libro recopilatorio de esos
artículos que, durante toda una década, fue publicando mensualmente como
comentarista de Jazz en el Daily Telegraph. Sin el acierto de esa
recopilación y su polémico prólogo, las críticas jazzísticas de Larkin
tal vez habrían sido olvidadas, después de haber sufrido la inevitable
humillación (o lección de humildad, según se mire) que reserva el
destino para todo trabajo periodístico: acabar la jornada en el cubo de
la basura o como improvisado envoltorio de sabe dios qué cosas.
Supe hace mucho tiempo, por otro aficionado al Jazz, de estas
colaboraciones en prensa arracimadas en forma de libro; y sentía
curiosidad por esta faceta de un Larkin que no era el poeta reconocido
-The North Ship, The Less Deceived, The Whitsun Weddings, y High
Windows-, ni el novelista retirado de forma prematura –Jill y A Girl in
Winter-, ni el bibliotecario solterón, calvo y un poco tartamudo que
tratan de ridiculizar sus detractores. Pero no sé el porqué, hasta las
postrimerías del pasado siglo XX, centuria que según nuestro
protagonista vio no sólo nacer sino, también, morir tempranamente al
Jazz; no me decidí a conocer a este Larkin columnista y crítico musical.
Como hasta hace poco no ha visto la luz en nuestro país una edición
de«All What Jazz» en español (Paidos, 2004), en aquel entonces tuve que
hacer el oportuno encargo a unos amigos ingleses de un ejemplar de la
edición de Faber & Faber. Leyéndolo descubrí a un Larkin adicto al
Jazz, azote de las vanguardias, que exponía de forma apasionada
controvertidas opiniones sobre determinados músicos y nuevas corrientes;
esos mismos que, merced a la pátina de respetabilidad que otorga el
paso del tiempo, se han convertido ya también en figuras y formas
clásicas.
El
prólogo que citaba al inicio es una gran pieza literaria que condensa
unas pequeñas memorias en poco más de dieciséis páginas; sin
desperdicio. Esa introducción ya advierte que nada ni nadie que huela a moderno,
sea cual sea la expresión artística elegida, saldrá bien parado en el
libro: da lo mismo que se llame James Joyce, Jackson Pollock o Miles
Davis. En 1984, un año antes de morir, en nota a la segunda edición, el
crítico Larkin aprovecha para renovar sus votos: «Si Charlie Parker
parece menos ruidoso hoy que en 1950, ello se debe sólo, como señalo, a
que le han sucedido otros todavía más bullangueros; más o menos lo mismo
que, “mutatis mutandi”, se podría decir de Picasso y Pound».
Charlie Parker, Monk, Mingus y Haynes
New York, 1953
La lectura de «All What Jazz» me desconcertó en un principio, pero
luego comprendí que las piezas encajaban: en cuestiones poéticas su
autor también había dado un portazo a lo que en aquella época se
consideraba la modernidad. Estas reseñas jazzísticas, gozosas
por sí solas para el amante del Jazz, pueden ser útiles a cualquier
lector que desee abordar, con una perspectiva más amplia y fecunda, la
obra poética de Philip Larkin; que, por cierto, sería probablemente
escrita mientras surgía de un gramófono esa música de la que era forofo.
«Es verdad, –confesaba Philip, el 20 de Febrero de 1967, en “Credo”,
uno de sus artículos para el Daily Telegraph- no me gusta la fantasía
que rubrica la época, ni quiero gustillos africanos, latinoamericanos,
indios o caribeños; ni solos de bajo, ni el disparate de la Nueva Ola,
ni la fatuidad del “free”; de hecho la cosa se ha ido por entero al
carajo desde 1945, o incluso desde 1940; pero esto no es más que decir
que a mí me gusta que el jazz sea jazz. A.E. Housman dijo que él podía
reconocer la poesía porque se le hacía un nudo en la garganta y se le
humedecían los ojos: yo puedo reconocer el jazz porque me hace golpear
el suelo con los pies, gruñir afirmativamente, e incluso levantarme y
brincar alrededor de la habitación. Si no me produce esto, entonces, por
muy interesante que sea musicalmente, o atrevido espiritualmente, o
digno de alabanza racialmente; no es jazz. Si eso es ser un purista, yo
soy un purista.»
Creo que Larkin nos estaba hablando, en el citado pasaje, del swing,
de ese placentero impulso que nos hace seguir el ritmo con el cuerpo,
de ese poderoso resorte. Ya lo decía Ellington: «It don´t mean a thing
If you ain´t got that swing». En cierta ocasión, un periodista,
entrevistando a Louis Armstrong, preguntó a éste qué era el Jazz, y el
gran Satchmo le contestó sonriendo, con su trompeta en la mano:«Si
tienes que preguntarlo, nunca lo sabrás.» Por esos derroteros se
encaminan evidentemente las palabras de nuestro poeta.
Louis Armstrong
París
1965
Jazz moderno: «El jazz que no es jazz» (The end of Jazz, 15-6-1963). Y
es que Larkin no puede dar por buena, como Jazz, una música nada
continuista, que hace alarde de la novedad y está dispuesta a romper
esos delicados lazos de unión con los sonidos tradicionales:«Parker no
siguió a nadie, a diferencia de Armstrong, que siguió a Oliver. Él
simplemente apareció.» («Armstrong to Parker», 14-5-1962).
«Be-bop or not to be-bop, there is no question». Una noche, ya
distante, pero memorable gracias a la música, vi un cartel que rezaba
así en un Club de Jazz de Praga. Han sido muchos los críticos de Jazz, y
los apasionados del Be-bop, del Cool o del Free, que lejos de llamar a Larkin purista o amigo de la tradición,
como él se definió; le han tildado de mentecato, reaccionario y
fundamentalista; por no citar otras descalificaciones más feroces y
groseras.
Pee Wee Russell
1906-1969
Cierto es que Larkin se quedó plantado, en cuestiones musicales, en los
años treinta; y que le desagradaba, por lo general, todo aquello que no
sonara a Rag, a Hot, a Dixieland, a estilo Nueva Orleáns o Chicago, o a
las grandes orquestas del Swing: «El Jazz se va muriendo con quienes lo
ejercían: Red Allen, Pee Wee Russell, Johnny Hodges.» (Wells or
Gibbon?, 15-8-1970).
Cierto
además que, en muchas ocasiones, en esas reseñas periodísticas, el
autor parece el abuelo cebolleta fustigando virulenta y despectivamente,
con sus comentarios y boutades, las nuevas modas y maneras: «El jazz
tuvo su agonía de muerte con Gillespie y Parker…» (Change and Decay,
13-9-1969), «los solos de Coltrane se parecen a los garabatos de un niño
subnormal…» (Aretha´s Gospel, 13-7-1968), «Davis es una persona
malhumorada y perversa, y a mí su trompeta me afecta del mismo modo…»
(Rose-Red-Light City, 13-1-1962).
John Coltrane
Pero
esos exabruptos -que también centellean en muchos de sus poemas- no
deben empañar el justo valor de estos artículos. En ellos abundan
pequeñas piezas maestras que nos dejan ver el buen gusto, la belleza de
la prosa de un gran escritor y la pasión empleada por el mismo al
comentar la música que amaba. Léanse si no las páginas dedicadas a Bix
Beiderbecke, a Jelly Roll Morton, a Pee Wee Russell, a Louis Armstrong, a
Duke Ellington, a Billie Holiday, a Fats Waller, a Bessie Smith, a
Sidney Bechet…
Fats Waller and his Rhythm (1938)
De
este último dice Larkin que es «una de la media docena de figuras
principales del jazz». No es esta una afirmación descabellada, y quien
haya escuchado a Bechet soplando en Blue Horizon, o en Blues in thirds, o en Shake it and Break it;
bien sabe de lo que hablo. Hay tanto swing, una sonoridad tan bella y
vitalista en las grabaciones del viejo Sidney. En el penúltimo poemario
de Larkin, Las Bodas de Pentecostés, se pueden leer unos versos
dedicados al genial clarinetista-saxofonista de Nueva Orleáns: «Tu voz
me llega como dicen debería hacerlo el amor, / como un enorme sí».
Sidney Bechet. Boston, 1945
Hay otros poemas en los que nos habla de Jazz, pero nunca únicamente de jazz, como en Reference Back y Love Songs in Age (en «The Whitsun Weddings», 1964), o en esa genial confesión titulada Reasons for Attendance (en
«The Less Deceived», 1955). Creo que el cine y la fotografía siempre lo
tuvieron más fácil, pero incluir el jazz en la literatura, o hacer
buena literatura escribiendo sobre Jazz, es un arte concebido para unos
pocos elegidos. Con demasiada frecuencia la pluma deriva hacia un
ejercicio de simple charlatanería. No obstante, ahí están, entre otros,
Jack Kerouac y los chicos del beat, Boris Vian y sus artefactos
literarios, Julio Cortázar y su insuperable capítulo 17 de Rayuela; y
en España algunos poetas de la generación del 27: incluso Luis Cernuda
utilizó el título de un foxtrot llamado «I want to be alone in the
South», para bautizar uno de sus más afamados poemas, «Quisiera estar
solo en el sur»; que, dicho sea de paso, no es una evocación nostálgica
de Andalucía, como erróneamente se tiende a pensar, según nos aclara el
propio poeta en su «Historial de un libro».
Bix Beiderbecke
Volviendo
a Philip Larkin, cómo no imaginarle, tras una rutinaria jornada de
trabajo en la Biblioteca de la Universidad de Hull, ya en la intimidad
de su casa, con batín y zapatillas, el jazz sonando, una copa en la
mano; siguiendo el ritmo con los pies o tamborileando sin baquetas sobre
una batería imaginaria. Siendo adolescente, Larkin soñaba ser batería
de Jazz; así lo asegura en el prólogo de «All What Jazz». La portada del
libro, en la edición inglesa de Faber & Faber, donde aparece
sosteniendo dos palillos, no es casual. Es una imagen alejada de la
solemnidad y del retrato tristón y grave que propagan de él sus
detractores; el reverso de ese perfil de un ser depresivo, con un filtro
gris en la mirada, que puede hacernos llegar, desatinadamente, una
lectura precipitada de su poesía. «El impulso de componer un poema nunca
es negativo», dijo Philip a un entrevistador que le preguntaba por su
pesimismo.
Leyendo el relato que el poeta hace de su juventud en el prólogo de «All What Jazz», tampoco nos cuesta verle en Oxford, in illo tempore,
escuchando discos de Jazz junto a un pequeño grupo de estudiantes –Amis
padre y compañía-, en alguna habitación del College; divirtiéndose,
bebiendo y comentando este o aquel pasaje, elogiando a algún viejo
jazzman, discutiendo sobre las preferencias de cada cual… Al leer no
hace mucho su magnífica primera novela, «Jill» (Lumen, 2.007),
ambientada en ese pequeño mundo universitario de élite; buscaba
infructuosamente, pasando las páginas, el Jazz. Pero aquí sólo aparece
esbozado, como un perfume invisible que flota en el aire, como un sonido
cercano, omnipresente, que nos llega desde el gramófono de la
habitación de algún estudiante, cuya puerta nunca llega a abrir para
nosotros el narrador. Así se insinúa magistralmente el jazz en esta
novela.
Gloomy?,
¿lóbrego?. Estoy convencido de que Larkin era un tipo alegre y
vitalista mientras oía el tipo de Jazz que le emocionaba. A falta de
mejores arietes capaces de hacer mella en el muro de su popularidad,
ciertos santurrones y defensores de lo políticamente correcto, se han
dedicado a airear chismorreos acusadores del tipo Larkin-Racista, o
Larkin-Consumidor de pornografía, o Larkin-Misógino. Pero no puede
considerarse misoginia la defensa a ultranza de la soltería:«dos pueden
vivir tan estúpidamente como uno», decía Philip. Pero soltería no es
celibato, pues Larkin no tenía nada de casto y mantuvo relaciones, más o
menos estables, con varias mujeres a lo largo de su vida («alcohol,
jazz y sexo – todos ellos cosas dulces», reza un poema suyo inacabado).
Eso sí, nunca deseó tener hijos. Sobre este último particular dicen
mucho los dos últimos versos de «This Be The Verse» (Ventanas
Altas,1974).
Del
asunto de la pornografía, qué cabría decir a esos hipócritas
victorianos, salvo recomendarles la lectura de Henry Miller o, incluso
mejor, la visita a la sección X de un buen video club. En lo que
respecta a las acusaciones de racismo, Larkin simplemente no soportaba a
aquellos nuevos músicos negros que pretendían convertir el Jazz en una
cuestión racial, sacando las cosas de quicio al mezclarlo con el black power y
maltratando de forma deliberada, según él, las orejas del público
blanco con experimentos musicales. Muchos de sus admiradísimos héroes
del Jazz eran negros, pero resulta muy sencillo tergiversar
interesadamente frases como: «En el jazz, la tensión entre el artista y
la audiencia se apagó cuando el Negro dejó de querer entretener al
hombre blanco…», o «Partiendo del uso de la música para entretener al
hombre blanco, el Negro avanzó con ella hasta el odio hacia aquel.» (All
What Jazz, – Introduction-1968).
A Larkin, estoy convencido, el Jazz y los poemas le ayudaban a soportar
la angustia, la sinrazón, la grisalla de la vida… Porque «la vida
primero es tedio, luego miedo» («Dockery and Son»- Las Bodas de
Pentecostés, 1.964). Esas muletas, la Poesía y el Jazz le acompañaron
hasta el final del camino: en la abadía de Westminster, durante su
funeral, además de ser leído «An Arundel Tomb», se interpretaron temas
de Sidney Bechet y Bix Beiderbecke.
Poesía y Jazz: dos pasiones íntimamente ligadas en Philip Larkin. Él
siempre reivindicó la función social de ambas y reclamó su verdadero
público tradicional, tan crecientemente sustituido por especialistas y
glosadores.
Larkin en 1961
No encajaba en ese molde del escritor que
«ha ganado la feliz posición en la cual puede alabar su propia poesía
en la prensa y explicarla dando clases en el aula…» («Required Writing»
–The Pleasure Principle- Faber & Faber,1983). Tal vez por su rechazo
a ese modelo, y a pesar de la gran fama y prestigio alcanzados como
poeta, él siempre conservó su empleo y su salario como bibliotecario.
Larkin consideraba una virtud que sus poemas no necesitaran notas
explicativas a pie de página para ser comprendidos; aunque no, por
abordar asuntos cotidianos o locales –que, como es bien sabido, pueden
ser también los más universales-, o por tratar esos temas con palabras y
formas, en apariencia, sencillas, sea posible conceptuar el resultado
como poesía trivial. Sus versos no aspiran a la vulgaridad. Simplemente,
él nunca escribió para académicos, estudiosos o doctores en filología,
ni para los críticos literarios; ni siquiera para otros poetas.
Y cambiando al palo que nos ocupa, tampoco concebía el Jazz como una
pomposa incursión solipsista del intérprete, ininteligible, inhumana o
desconectada de la audiencia; de espaldas a la necesidad de los oyentes
de disfrutar y sentirse estimulados, no confundidos o torturados, por la
música.
Larkin consideraba que leer poesía, o escuchar Jazz, no debe ser nunca
para el público una tarea esforzada y exenta de goce, un rompecabezas o
un arduo combate.
Larkin en 1982
En su Jazzbandismo,
un funambulista llamado Ramón escribía: «sólo una introducción de jazz
puede abrir ciertas almas y que vayan a buscar ciertos libros y
comprendan ciertas ideas.» Abrir almas, algo demasiado pretencioso. Pero
ojalá alguien, a raíz de esta lectura, se nos una en las trincheras, se
aventure y salga en busca de las obras del propio Larkin, de un buen
libro de sonetos o de un disco de Jazz de los Grandes; antes de
que el mercado, que sólo sabe de frías cifras, decida dejar de
dispensar para siempre estos nutritivos bienes; suprimir definitivamente
su ya corta tirada, eliminar sus reducidos espacios y colocar más
ejemplares del último éxito en ventas de Antonio Gala, o de las
sevillanas más populacheras del momento, en los escasos lugares donde
todavía puede hallarse algo de Jazz y Poesía, esos arrinconados
parientes pobres.
El Jazz que nos deleita sigue siendo un magnífico lenitivo, una isla
para náufragos, una dulce tregua… La buena Poesía también. Puestos a
elegir, Larkin confesaba, sin ambigüedades, su predilección en una
entrevista aparecida en 1968 en las páginas del diario The Guardian:
«Qué dijo Baudelaire, que el hombre puede vivir una semana sin pan pero
no un día sin poesía. Se puede decir que yo podría vivir una semana sin
poesía, pero no un día sin jazz.».
Jazz y poemas: en cualquier caso, un día sin ellos es un día a la intemperie.