No quiero olvidar un extremo importante y un error del que los príncipes con dificultad se defienden, salvo si son muy prudentes y tienen buena elección. Y esto es lo que atañe a los aduladores, de los cuales están las cortes llenas, porque los hombres se complacen tanto en las cosas propias y de tal modo sobre ellas se los engaña, que con dificultad se defienden de esa peste, y, a querer defenderse, corren peligro de terminar menospreciados. Porque no hay otro modo de guardarse de las adulaciones sino que los hombres entiendan que no te ofenden diciéndote la verdad; mas cuando todos pueden decirte la verdad, fáltale el respeto.
Así, un príncipe prudente debe emplear un tercer modo, que es elegir en su Estado hombres entendidos, y sólo a éstos darles albedrío para decirle la verdad, y únicamente de las cosas que les pregunta y no de otras. Mas él debe preguntarles sobre todas, y, en oyendo sus opiniones, deliberar por sí a su manera, aunque sin olvidar esos consejos.
Debe otrosí portarse con cada uno de esos hombres de forma que comprendan que tanto más gratos serán al príncipe cuanto más libremente le hablen. Fuera de aquellos hombres, no debe oír a nadie, ir derecho a las cosas decididas y ser obstinado en sus resoluciones.
Quien de otro modo procede, o se precipita en los aduladores, o a menudo cambia de juicio, por la diversidad de pareceres, de lo que sobreviene poca estimación para él. Quiero a este propósito aducir un ejemplo moderno. El padre Lucas, hombre del actual emperador Maximiliano, decía hablando de su majestad que no se aconsejaba con nadie y no hacía, sin embargo, cosa alguna a su modo, lo que nacía de obrar de forma contraria a su supradicha.
Porque el emperador es hombre reservado, no comunica sus designios a nadie ni toma parecer; pero cuando al ponerlos en obra comienzan a descubrirse y ser conocidos, principian a ser contradichos por aquellos que le rodean, y él, que es blando de carácter, abandona sus propósitos.
De aquí se origina que las cosas que hace un día las estudie al otro, y que nunca se entienda lo que quiere o medita hacer, como también que nunca en sus resoluciones se pueda confiar.
Un príncipe, pues, debe aconsejarse siempre, pero cuando él quiere y no cuando quieran los demás, debiendo quitar a todos el ánimo de darle consejos si no los pide. Mas, por otra parte, debe pedirlos con prodigalidad, ser pacienzudo oyente de las verdades preguntadas, e incluso si entiende que alguno, por miramiento, no se las dice, ha de enojarse con él.
Y como algunos juzgan que cuando un príncipe acredita opinión de prudente es tenido por tal, no a causa de su naturaleza, sino de los buenos consejos de quienes le rodean, digo que, sin duda, se engañan los que piensan así, porque es regla general, y que no falla nunca, que cuando un príncipe no es prudente por sí, no puede ser bien aconsejado, a no ser que por suerte se confiase a uno solo que lo gobernara en todo y fuera hombre prudentísimo.
En este caso podría el príncipe ser bien gobernado, pero duraría poco, porque aquel gobernante en breve tiempo le quitaría el Estado.
Por otro lado, aconsejándose con más de uno, un príncipe que no sea prudente no tendrá nunca consejos acordes ni sabrá por sí solo acordarlos. Cada uno de sus consejeros pensará en sus cosas propias, y él no sabrá conocerlo ni corregirlo.
Y no cabe encontrar consejeros de otro modo, porque los hombres siempre resultarán malos mientras una necesidad no los fuerce a ser buenos.
De aquí se concluye que los buenos consejos vengan de nacer de la prudencia del príncipe, y no la prudencia del príncipe de los buenos consejos