27 octubre 2015

El poeta antipático

El poeta antipático 

por Andrés Ibáñez

 








Philip Larkin
Poesía reunida
Barcelona, Lumen, 2014
Trad. de Damián Alou y Marcelo Cohen
256 pp. 22,90 €
Los poetas claros
Philip Larkin fue un poeta importante para algunos de los poetas de nuestra generación del cincuenta (una generación que, como casi todas las que pueblan nuestra historia literaria, estuvo formada por artistas totalmente disímiles), porque proponía un tipo de poesía moderna pero coloquial, civil, cotidiana. Auden fue el primero en practicar en inglés este tipo de poesía, en la que podemos encuadrar también a Sir John Betjeman. Los tres son poetas muy diferentes. Auden es inmenso como un continente, o incluso como varios continentes; Betjeman, un creador de encantamientos que también podía ser amargo; y Larkin, un creador de amargura que sólo en ocasiones se permitía algo de encanto. Pero hay una cosa que une a los tres, modernos, civiles, coloquiales como son, antirrománticos, claros, comunicativos: que los tres fueron también inmensos virtuosos del verso, de la rima y del metro.
Esta poesía en estrofas, al ser traducida en verso libre, pierde mucho del carácter original y se transforma en algo muy diferente de lo que era. Es lógico no intentar traducir con metro y rima, algo que sólo puede hacerse a costa de desfigurar el original. Creo, incluso, que una traducción de este tipo sería mal vista, o considerada como algo anticuado. Sin embargo, las traducciones de esta clase de poetas difícilmente pueden dar una idea de cómo suenan en el original.
Es cierto que una traducción rimada ha de cambiar cosas y en ocasiones seguir sólo muy tenuemente el «sentido» general de un pasaje. Pero, en el original, también la rima y el metro exigieron la aparición de esta o aquella palabra o la sintaxis azarosa de una frase. La estrofa imprimió unas exigencias al poema, pero este se vierte ahora en una lengua totalmente libre de restricciones. Una palabra que sólo el ingenio y la necesidad de la rima pusieron en el original parece, en la traducción, una simple elección del poeta.
¿Cómo leerían a Auden y a Larkin poetas como Jaime Gil de Biedma? Hemos de suponer que los leyeron en inglés. Pero entonces, ¿por qué no se sintieron interesados por su forma, por las delicadas rimas de Auden, por las densas estrofas de Larkin? ¿Cómo pudieron influirles tanto si no les influyó en absoluto su sonido y su ritmo?
Una breve consideración sobre el metro y la rima en España e Inglaterra
En España, país extremado, todo ha de ser siempre totalmente blanco o totalmente negro. Por lo general, se considera que la poesía rimada y  medida es «antigua». Muy pocos poetas del siglo XX han seguido practicando las formas poéticas heredadas del pasado. ¡Vade retro, soneto, horrenda antigualla! Las formas clásicas de un poeta como Leopoldo Panero, por ejemplo, son miradas con desdén. No así los sonetos de Blas de Otero, que reciben aclamación universal. Pero el metro y la estrofa son, por lo general, raros. Los maravillosos experimentos anapésticos de José Hierro fueron pronto olvidados por su autor en beneficio de una poesía mucho menos «musical».
Hay otras excepciones, si las buscamos. Carlos Edmundo de Ory, por ejemplo, ha  practicado siempre una infinidad de estrofas y posibilidades rítmicas, como lo ha hecho, también con enorme originalidad, Juan Eduardo Cirlot. Pero por lo general, el poeta español de los años cincuenta, sesenta o setenta en adelante es autor de versos libres que, aunque muchas veces son en realidad endecasílabos, evitan como la peste la rima y la estrofa.
Ya en la generación del 27 es visible el fenómeno. En García Lorca existe un equilibrio casi perfecto entre la poesía estrófica (romances, canciones, sonetos) y la libre de Poeta en Nueva York o el Diván del Tamarit. Gerardo Diego, el más clásico de todos, practicó numerosas formas tradicionales. Jorge Guillén comenzó con numerosas formas clásicas (octavas, serventesios, cuartetos, cuartetas, sonetos, romances, endechas, etc.) que luego abandonaría en su extensa y triste obra posterior a Cántico. Rafael Alberti comenzó con canciones de tipo popular y practicó el soneto y el romance y, luego, diversas formas de poesía rimada, aunque la mayor parte de su obra está en verso libre. Luis Cernuda, aparte de unos juegos juveniles y algunos pocos experimentos con la asonancia («Un español habla de su tierra»), siempre escribió verso libre. Lo mismo sucede con Pedro Salinas, aunque sus versos libres suelen ser endecasílabos. Sólo Miguel Hernández aparece como un fiel practicante de la estrofa, que no intenta abandonar jamás, y dentro de cuyo molde exigente es capaz de la expresión más atrevida, formidable y original.
Lo mismo sucede con los latinoamericanos. Siempre nos extraña la fidelidad de Borges a la estrofa después del tímido verso libre de sus primeros libros. Pero la mayoría de los poetas del siglo XX posteriores a Leopoldo Lugones o a Ramón López Velarde o a Gabriela Mistral –Neruda, Vallejo, Huidobro, Paz, Lezama, Villaurrutia, Pellicer, Macedonio, Gorostiza, Gelman, Parra, Novo, Huerta, Mutis, Eielson, Vilariño, Lihn, Bolaño, Pizarnik– son casi totalmente (o totalmente) refractarios a la estrofa. Encontraremos excepciones si las buscamos: Evaristo Ribera Chevremont, Enrique Banchs, claro, Francisco Luis Bernárdez, Sara de Ibáñez, Eduardo Carranza… Eliseo Diego y Fina García Marruz también, cada uno a su manera, y a pesar de que la libertad suele ser su opción preferida.
Si observamos la historia de la poesía española vemos que el verso «blanco», como se llamaba entonces, apenas aparece en nuestra literatura hasta el siglo XX. Hay algunos experimentos en el siglo XVI de poesía sin rima en los imitadores de Horacio (algunas odas de Francisco de la Torre, una epístola de Garcilaso), pero vemos que incluso el teatro de los siglos XVII y XVIII está escrito siempre en verso hasta la llegada de las comedias en prosa de Moratín, a fines del siglo XVIII. A tal extrema formalización sólo podía seguirle una extrema ausencia de formalización.
Si comparamos esta situación, aunque sea someramente, con la de la poesía inglesa, nos encontraremos un paisaje totalmente diferente. Las obras de Shakespeare están escritas en lo que nosotros consideraríamos endecasílabos, que en inglés se llaman pentámetros yámbicos, aunque lo principal aquí es el pie (débil-fuerte) y no tanto el verso que, de cualquier modo, carece de rima. Algunos personajes de Shakespeare, como Iago, por ejemplo, están escritos en prosa, y en prosa está escrito el maravilloso monólogo de Hamlet «I have, of late».
John Milton escribió en versos sin rima su Paraíso perdido siguiendo el modelo latino, y aunque el siglo XVIII inglés se obsesionó con los ritmos pesados de John Dryden y Alexander Pope, en los románticos encontramos ya una total libertad, un total desvanecimiento de las formas heredadas, especialmente en William Wordsworth, que busca una prosodia similar a la de la lengua hablada y que se convertirá en el modelo principal de Walt Whitman. William Blake, por su parte, utilizará en sus poemas largos bien pies acentuales (anapestos, yambos) de una forma totalmente anárquica, bien, como en Jerusalem, su obra más extensa, una libertad rítmica total.
Alfred Tennyson favorece casi siempre la estrofa, pero escribió «Ulysses» o «Tithonus», por ejemplo, en verso libre. En Robert Browning encontramos todos los extremos: todos los juegos del ritmo y de la rima, hasta los más caprichosos, y también extensos poemas en verso libre, como Paracelsus o esa gran locura llamada El anillo y el libro, una inmensa novela escrita en verso sin rima.
Dado que el «verso libre» se alcanzó en la poesía inglesa tan pronto y que coexistió de forma natural con las formas medidas, incluso en la obra de un mismo autor, como sucede en los casos de Wordsworth, Blake o Browning, para los lectores británicos el verso libre no es síntoma de modernidad, ni la estrofa o la rima lo son de conservadurismo. ¿Quién es más «moderno», W. H. Auden con sus estrofas o Dylan Thomas con su libertad absoluta? En muchos aspectos, Thomas es un neorromántico, mientras que Auden es claramente un poeta del siglo XX.
Esa es la razón de que Philip Larkin sea un poeta tan innovador y original (sin duda lo es), pero que sea, al mismo tiempo, un poeta «tradicional» en su respeto casi continuo a la estrofa, la rima y el metro.
La originalidad de Larkin la encontramos precisamente en su idea de unir la poesía en estrofas con una materia rabiosamente contemporánea, y también en la creación de una voz propia y nueva. Este concepto de voz poética, tan importante en la poesía inglesa, no lo es tanto en la nuestra, donde se presupone siempre que la voz del poema es la del poeta, quiero decir, de la persona que escribe.
La poesía en inglés y la «voz»
Solemos entender que la voz de los poemas de Machado, por ejemplo, corresponde a Antonio Machado, el hombre. La poesía en inglés es mucho más sibilina, y haríamos mal en tomar la voz de los poemas de Frost, por ejemplo, por la del hombre Robert Frost.
Siempre me sorprende que la crítica hispana alabe siempre la «sinceridad» de los poetas, mientras que la anglosajona considere como virtud máxima la «ironía» de los suyos. Los críticos anglosajones siempre tienen la capacidad de encontrar «ironía» en versos que a menudo al lector le resultan profundamente líricos o elegíacos. ¿Es que esta gente no se cree nada?
El ejemplo más claro de trabajo con la voz poética nos lo proporciona Robert Browning en sus «monólogos dramáticos»: una voz que es la del personaje de ese poema, no la del poeta.
La originalidad de Larkin
Una voz que atrajo mucho a Larkin desde el principio fue la de Thomas Hardy (1840-1928), autor de versos tremendamente oscuros y pesimistas, además de rabiosamente trabados y formales.
Creo que nadie ha amado tanto la poesía de Hardy como Larkin (si exceptuamos a Joseph Brodsky, que lo admiraba mucho). La mezcla de perfección formal y pesimismo podrían ser una forma de definir el estilo de ambos. De Hardy tomó Larkin el tema del fracaso, el tono general de desilusión y también algunos motivos difíciles de definir de forma satisfactoria: las partidas y llegadas, la idea del poema como descripción de un viaje o un paseo solitario, las ciudades nocturnas mal iluminadas, la tristeza de los trenes.
Pero la voz de Larkin es claramente contemporánea. Es, además, ácida, desagradable, antipática. Se trata, quizá, del poeta más antipático que jamás haya escrito. Ha habido poetas crueles, grandes satíricos, es cierto, y hay poemas llenos de desengaño o incluso de odio en todas las épocas, pero, por lo general, la voz del poeta es la de un ser transido de melancolía que transmite palabras y visiones trascendentales. No así la de Larkin, que es claramente la de un soltero conservador de mediana edad que no soporta a los niños, que aborrece la vida en familia o en pareja, que no cree en nada y no espera nada de la vida. Un tono ácido, una visión amarga y ligeramente sardónica. Desprecio por la «vida literaria» y también por las cosas que normalmente a todos enternecen: el amor romántico, los recuerdos de la infancia, la naturaleza. Tampoco lo hace más simpático, al menos para quien esto escribe, el hecho de que fuera un gran admirador de Margaret Thatcher. Apasionado del jazz, sólo admitía el anterior a Charlie Parker, más bien sólo el estilo de Nueva Orleans. Como tantos otros misántropos, amaba, en cambio, a los animales, a los cuales, a través de esa célebre Sociedad Protectora de Animales tan británica, dejó la mitad de su herencia.
Otra cosa amó: los guateques y los gin-tonics. En «Compasión en Blanco Mayor», por ejemplo, describe con qué delicia se prepara uno. Quizá por eso fue uno de los poetas favoritos en España de esa que ha sido definida por un comentarista como «la generación del gin-tonic».
La voz de Larkin
En «The Dance», un extenso poema que no llegó a terminar (no incluido en la selección que comentamos), encontramos la voz de Larkin en su plenitud. El lenguaje es complejo, denso, irónico y la voz que habla es la de un hombre inteligente, aburrido, desilusionado y, por qué no decirlo, un poco cabroncete. El protagonista va al baile con la intención de emborracharse y de ligar, y se ve entretenido por un «gilipollas de mierda» («some shit») que lo entretiene con su cháchara.
Vayamos a otro ejemplo extremo, «Sea éste el verso»:
Bien que te joden tus papis.
Aunque no adrede, lo hacen.
Te llenan con sus defectos
más algunos especiales.
La traducción, que mantiene rimas asonantes en los versos pares, es, sin embargo, una versión muy pálida del original inglés, que dice, más o menos:
Te joden vivo, tu papá y tu mamá.
Quizá no lo hagan aposta, pero lo hacen.
Te llenan con los defectos que ellos tuvieron
y añaden alguno extra, especial para ti.
Es decir:
They fuck you up, your mum and dad.
They may not mean to, but they do.
They fill you with the faults they had
And add some extra, just for you.
El último verso es maravilloso, porque suena como si los padres estuvieran añadiendo algo buenísimo y especial para su querido hijo.
Continúa el poema diciendo que a los padres les jodieron a su vez sus propios padres, «viejos necios atildados», que se pasaban la mitad del tiempo tirándose los trastos a la cabeza. La última estrofa es devastadora:
Man hands misery to man.
It deepens like a coastal shelf.
La traducción, «Heredamos la miseria / como zócalo marino» es difícil de entender. «El hombre pasa la desdicha a su semejante», dice el primer verso, traducido literalmente. Y el segundo: «se hace cada vez más profunda, como el zócalo costero». Es evidente que nuestra improvisada traducción es sólo una versión directa, sin pretensiones artísticas. Pero en la traducción de Damián Alou y Marcelo Cohen es difícil entender la relación entre la «miseria» y el «zócalo marino». El hecho es que esa «miseria» o «desdicha» se hacen cada vez más profundas, y de ahí la comparación con el fondo del mar. En la traducción, la «miseria» es «como zócalo marino», algo difícil de imaginar, mientras que el original dice que la «desdicha» va haciéndose cada vez más profunda, como el fondo del mar. Por otra parte, «miseria», en español, significa «pobreza», mientras que «misery», en inglés, significa «desgracia, pena, dolor» («pobreza» sería «poverty»).
Traducir poesía es tarea de Tántalos.
Pero vamos con las dos últimas líneas:
Escapa lo antes que puedas
y no busques tener más hijos.
En inglés dice: «Get out as early as you can, / And don’t have any kids yourself».
De nuevo la versión española parece innecesariamente pálida e inexpresiva. El inglés diría, más o menos literalmente: «Escapa tan pronto como puedas, / y no tengas hijos tú». Hay un pequeño problema con el «más» del último verso, que supongo que es un «más» argentino, que quiere decir «nunca». Si lo leemos en español argentino, no hay problema, pero, ¿por qué «no busques», un énfasis innecesario que no está en el original?
Al leer el rotundo último verso, «And don’t have any kids yourself», entendemos que esta brutal declaración es la frase que Larkin quería decir y comprendemos el porqué de ese extraño «coastal shelf» («zócalo marino») que era un problema para los traductores: se trata, en realidad, del ripio necesario para hacer rimar la última palabra, shelf / yourself. El arte de un poeta está en hacer necesarios y plenos de significado sus ripios. Borges y Bioy se pasaron años y años hablando sobre este tema.
La presente traducción
Editada con enorme gusto por Lumen en un volumen especial, con pastas duras y una cubierta en cartón grueso (que durará más de lo que suelen) ilustrada con una gran foto del poeta, ésta es una magnífica introducción a la poesía de Philip Larkin.
De lo dicho anteriormente no debe deducirse que la traducción no nos parezca recomendable. Traducir poesía es una tarea tan difícil que es imposible hacerla a gusto de todos. Siempre falla o falta algo. Si se es demasiado literal, falla la música. Si se atiende a la música, se pierden matices del original.
Hay verdaderos aciertos, poemas que se leen con perfecto agrado en español:
Al alargarse la tarde
la luz, gélida y amarilla,
baña las serenas
fachadas de las casas.
Canta un tordo
rodeado de laurel
en el jardín ancho y pelado,
y su voz ahora en el aire
asombra a los edificios.
La traducción combina excesivas brevedades, un laconismo que hace difícil comprender el original, como en el poema ya citado «Sea éste el verso», con un moroso deseo de poner todo lo que hay en el original a riesgo de destruir todo el ritmo. Así, por ejemplo, se ve a los bailarines de una fiesta
shifting intently, face to flushed face
que en español deviene en
moverse muy concentrados, las caras coloradas muy juntas
Pero, nos preguntamos, ¿no habrá alguna otra manera de reproducir la concentración del original? Cierto es que ningún idioma que no tenga declinaciones puede ser tan concentrado como el inglés.
Otro ejemplo de maravillosa versión al español: «Lugares, amores».
No, todavía no he encontrado
el lugar del que pueda decir
Este es mi sitio,
aquí me quedo
;
y tampoco a esa persona especial
que enseguida reclame
todo lo que tengo,
incluso mi apellido.
El tema es un favorito de Larkin: el matrimonio, receta segura de la infelicidad. Una obsesión, casi. Larkin mantuvo una larga relación sentimental, pero nunca llegó a casarse, y las puyas y burlas contra la supuesta «felicidad de las parejas», los horrores de la vida en familia o incluso los horrores del sexo, son constantes en su poesía. A veces estas puyas llegan a lo desagradable, como en el poema «Egoísta es el hombre», una ridiculización burlesca de la vida matrimonial del ayudante de Larkin en la biblioteca donde trabajaba, Arthur Wood, un buen hombre que ni tenía un matrimonio especialmente siniestro ni hizo nada por merecer tal poema.
La traducción de «Egoísta es el hombre», como sucede con algunos de los poemas más burlescos, está en verso, y es una de las que pueden darnos con más fidelidad el verdadero sonido de Larkin:
Nadie puede negar, no,
que Arnold es menos egoísta que yo.
Se casó con una mujer para que no se le fuera
y ahora la tiene allí hasta que se muera.
En general, la presente traducción está llena de felicidades, y por ellas deberíamos juzgarla. «To inlay faded, classic Junes», un precioso verso que podría ser de John Betjeman, es en español «en desvaídos junios clásicos» no menos memorable.
Podemos leer «Albada», uno de los grandes poemas, en español, y disfrutar plenamente de la intensidad sigilosa de su desesperación:
Trabajo todo el día, y por las noches me emborracho.
Me despierto a las cuatro en una oscuridad callada, y miro.
Los bordes de las cortinas no tardarán en iluminarse.
Hasta entonces veo lo que siempre ha estado ahí:
la muerte infatigable, ahora un día entero más cerca,
que borra todo pensamiento excepto
cómo y dónde y cuándo moriré.
Árida interrogación: no obstante, el temor
de morir, y estar muerto,
centellea de nuevo, te posee, te aterra.
Leemos a continuación la versión inglesa y vemos que ciertos versos que en español parecen inevitables son, en realidad, inteligentes y sensibles transformaciones. El miedo de estar muerto «flashes afresh, to hold and horrify», una frase que no se vierte fácilmente, encuentra en español una fórmula feliz: «centellea de nuevo, te posee, te aterra».
Por lo demás, ¿quién podría traducir de manera satisfactoria las prodigiosas estrofas de «Las bodas de Pentecostés», uno de los grandes poemas de Larkin? Las primeras estrofas son poesía inglesa en su quintaesencia, y están escritas con un ojo para la realidad, para el movimiento, para los detalles del paisaje, para el entorno sensorial, que nuestra poesía raramente ha intentado (¿«En tren», de Antonio Machado?). Seguramente no hay forma humana de traducir:
where sky and Lincolnshire and water meet
que en español se vuelve:
donde el cielo y Lincolnshire y el agua se encuentran
Pero, ¿por qué cambiar el sentido de la segunda estrofa, en la que los diversos elementos del paisaje pasan por las ventanillas, y decir que somos nosotros los que pasamos por esos lugares? La mente sabe que somos nosotros los que estamos en movimiento y no el paisaje, pero el ojo ve al paisaje moverse y a nosotros inmóviles. Larkin escribe con el ojo y no con la mente: ¿por qué no seguirle en esto?
La Poesía reunida de Larkin
El presente volumen recoge los tres libros principales de Larkin: Engaños, Las bodas de Pentecostés y Ventanas altas, además de otros seis poemas en una sección aparte, entre ellos «Albada», uno de los más importantes. No es, desde luego, la obra completa de Larkin, pero sí una panorámica extensa que recoge, sin duda, lo mejor de su producción. La edición de Faber & Faber de los Collected Poems de Philip Larkin contiene doscientos cuarenta poemas, de los cuales setenta pertenecen a la «Poesía temprana». El presente volumen está integrado por noventa y tres poemas.

Andrés Ibáñez es escritor. Sus últimos libros son El perfume del cardamomo (Madrid, Impedimenta, 2008), Memorias de un hombre de madera (Palencia, Menoscuarto, 2009), La lluvia de los inocentes (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012) y Brilla, mar del Edén (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014).


26 octubre 2015

«All What Jazz: A Record Diary»

"Pocas cosas me han proporcionado más placer en la vida que escuchar jazz". Philip Larkin, en el prólogo de 1.968 de «All What Jazz: A Record Diary», libro recopilatorio de artículos que, durante toda una década, fue publicando mensualmente como comentarista de Jazz en el Daily Telegraph. 


PHILIP LARKIN: SEMBLANZA DE UN CRÍTICO DE JAZZ. Por Enrique Martín Ferrera.

Portada de la edición inglesa de «Faber & Faber»
del libro «All What Jazz: A Record Diary» (1968), de Philip Larkin
-recopilatorio de sus artículos sobre Jazz publicados en el periódico londinense «Daily Telegraph»

En verdad, sólo hay un par de cosas que valgan la pena: el amor, en cualquiera de sus formas, con muchachas hermosas, y la música de Nueva Orleáns y Duke Ellington.
(Boris Vian, «L´ écume des jours», prefacio.)
   No significa nada si no tiene Swing.
(Edward Duke Ellington)
1932

1 Duke Ellington
Duke Ellington en el «Hurricane Club»
1943
«Pocas cosas me han proporcionado más placer en la vida que escuchar jazz.» Con esta rotundidad se pronunciaba Philip Larkin en el prólogo de 1.968 de «All What Jazz: A Record Diary», un libro recopilatorio de esos artículos que, durante toda una década, fue publicando mensualmente como comentarista de Jazz en el Daily Telegraph. Sin el acierto de esa recopilación y su polémico prólogo, las críticas jazzísticas de Larkin tal vez habrían sido olvidadas, después de haber sufrido la inevitable humillación (o lección de humildad, según se mire) que reserva el destino para todo trabajo periodístico: acabar la jornada en el cubo de la basura o como improvisado envoltorio de sabe dios qué cosas.
            Supe hace mucho tiempo, por otro aficionado al Jazz, de estas colaboraciones en prensa arracimadas en forma de libro; y sentía curiosidad por esta faceta de un Larkin que no era el poeta reconocido -The North Ship, The Less Deceived, The Whitsun Weddings, y High Windows-, ni el novelista retirado de forma prematura –Jill y A Girl in Winter-, ni el bibliotecario solterón, calvo y un poco tartamudo que tratan de ridiculizar sus detractores. Pero no sé el porqué, hasta las postrimerías del pasado siglo XX, centuria que según nuestro protagonista vio no sólo nacer sino, también, morir tempranamente al Jazz; no me decidí a conocer a este Larkin columnista y crítico musical. Como hasta hace poco no ha visto la luz en nuestro país una edición de«All What Jazz» en español (Paidos, 2004), en aquel entonces tuve que hacer el oportuno encargo a unos amigos ingleses de un ejemplar de la edición de Faber & Faber. Leyéndolo descubrí a un Larkin adicto al Jazz, azote de las vanguardias, que exponía de forma apasionada controvertidas opiniones sobre determinados músicos y nuevas corrientes; esos mismos que, merced a la pátina de respetabilidad que otorga el paso del tiempo, se han convertido ya también en figuras y formas clásicas.
          El prólogo que citaba al inicio es una gran pieza literaria que condensa unas pequeñas memorias en poco más de dieciséis páginas; sin desperdicio. Esa introducción ya advierte que nada ni nadie que huela a moderno, sea cual sea la expresión artística elegida, saldrá bien parado en el libro: da lo mismo que se llame James Joyce, Jackson Pollock o Miles Davis. En 1984, un año antes de morir, en nota a la segunda edición, el crítico Larkin aprovecha para renovar sus votos: «Si Charlie Parker parece menos ruidoso hoy que en 1950, ello se debe sólo, como señalo, a que le han sucedido otros todavía más bullangueros; más o menos lo mismo que, “mutatis mutandi”, se podría decir de Picasso y Pound».

1 Charlie Parker
Charlie Parker, Monk, Mingus y Haynes
New York, 1953
            La lectura de «All What Jazz» me desconcertó en un principio, pero luego comprendí que las piezas encajaban: en cuestiones poéticas su autor también había dado un portazo a lo que en aquella época se consideraba la modernidad. Estas reseñas jazzísticas, gozosas por sí solas para el amante del Jazz, pueden ser útiles a cualquier lector que desee abordar, con una perspectiva más amplia y fecunda, la obra poética de Philip Larkin; que, por cierto, sería probablemente escrita mientras surgía de un gramófono esa música de la que era forofo.
            «Es verdad, –confesaba Philip, el 20 de Febrero de 1967, en “Credo”, uno de sus artículos para el Daily Telegraph- no me gusta la fantasía que rubrica la época, ni quiero gustillos africanos, latinoamericanos, indios o caribeños; ni solos de bajo, ni el disparate de la Nueva Ola, ni la fatuidad del “free”; de hecho la cosa se ha ido por entero al carajo desde 1945, o incluso desde 1940; pero esto no es más que decir que a mí me gusta que el jazz sea jazz. A.E. Housman dijo que él podía reconocer la poesía porque se le hacía un nudo en la garganta y se le humedecían los ojos: yo puedo reconocer el jazz porque me hace golpear el suelo con los pies, gruñir afirmativamente, e incluso levantarme y brincar alrededor de la habitación. Si no me produce esto, entonces, por muy interesante que sea musicalmente, o atrevido espiritualmente, o digno de alabanza racialmente; no es jazz. Si eso es ser un purista, yo soy un purista.»
            Creo que Larkin nos estaba hablando, en el citado pasaje, del swing, de ese placentero impulso que nos hace seguir el ritmo con el cuerpo, de ese poderoso resorte. Ya lo decía Ellington: «It don´t mean a thing If you ain´t got that swing». En cierta ocasión, un periodista, entrevistando a Louis Armstrong, preguntó a éste qué era el Jazz, y el gran Satchmo le contestó sonriendo, con su trompeta en la mano:«Si tienes que preguntarlo, nunca lo sabrás.» Por esos derroteros se encaminan evidentemente las palabras de nuestro poeta.
 1 Louis Armstrong
Louis Armstrong
París
1965
            Jazz moderno: «El jazz que no es jazz» (The end of Jazz, 15-6-1963). Y es que Larkin no puede dar por buena, como Jazz, una música nada continuista, que hace alarde de la novedad y está dispuesta a romper esos delicados lazos de unión con los sonidos tradicionales:«Parker no siguió a nadie, a diferencia de Armstrong, que siguió a Oliver. Él simplemente apareció.» («Armstrong to Parker», 14-5-1962).
            «Be-bop or not to be-bop, there is no question». Una noche, ya distante, pero memorable gracias a la música, vi un cartel que rezaba así en un Club de Jazz de Praga. Han sido muchos los críticos de Jazz, y los apasionados del Be-bop, del Cool o del Free, que lejos de llamar a Larkin purista o amigo de la tradición, como él se definió; le han tildado de mentecato, reaccionario y fundamentalista; por no citar otras descalificaciones más feroces y groseras.
 1 Pee Wee Russell
Pee Wee Russell
1906-1969
            Cierto es que Larkin se quedó plantado, en cuestiones musicales, en los años treinta; y que le desagradaba, por lo general, todo aquello que no sonara a Rag, a Hot, a Dixieland, a estilo Nueva Orleáns o Chicago, o a las grandes orquestas del Swing: «El Jazz se va muriendo con quienes lo ejercían: Red Allen, Pee Wee Russell, Johnny Hodges.» (Wells or Gibbon?, 15-8-1970).
            Cierto además que, en muchas ocasiones, en esas reseñas periodísticas, el autor parece el abuelo cebolleta fustigando virulenta y despectivamente, con sus comentarios y boutades, las nuevas modas y maneras: «El jazz tuvo su agonía de muerte con Gillespie y Parker…» (Change and Decay, 13-9-1969), «los solos de Coltrane se parecen a los garabatos de un niño subnormal…» (Aretha´s Gospel, 13-7-1968), «Davis es una persona malhumorada y perversa, y a mí su trompeta me afecta del mismo modo…» (Rose-Red-Light City, 13-1-1962).
 John Coltrane
John Coltrane
            Pero esos exabruptos -que también centellean en muchos de sus poemas- no deben empañar el justo valor de estos artículos. En ellos abundan pequeñas piezas maestras que nos dejan ver el buen gusto, la belleza de la prosa de un gran escritor y la pasión empleada por el mismo al comentar la música que amaba. Léanse si no las páginas dedicadas a Bix Beiderbecke, a Jelly Roll Morton, a Pee Wee Russell, a Louis Armstrong, a Duke Ellington, a Billie Holiday, a Fats Waller, a Bessie Smith, a Sidney Bechet…
Fats Waller and his Rhythm 1938
Fats Waller and his Rhythm (1938)
            De este último dice Larkin que es «una de la media docena de figuras principales del jazz». No es esta una afirmación descabellada, y quien haya escuchado a Bechet soplando en Blue Horizon, o en Blues in thirds, o en Shake it and Break it; bien sabe de lo que hablo. Hay tanto swing, una sonoridad tan bella y vitalista en las grabaciones del viejo Sidney. En el penúltimo poemario de Larkin, Las Bodas de Pentecostés, se pueden leer unos versos dedicados al genial clarinetista-saxofonista de Nueva Orleáns: «Tu voz me llega como dicen debería hacerlo el amor, / como un enorme sí».
1 Sidney Bechet
Sidney Bechet. Boston, 1945
            Hay otros poemas en los que nos habla de Jazz, pero nunca únicamente de jazz, como en Reference Back y Love Songs in Age (en «The Whitsun Weddings», 1964), o en esa genial confesión titulada Reasons for Attendance (en «The Less Deceived», 1955). Creo que el cine y la fotografía siempre lo tuvieron más fácil, pero incluir el jazz en la literatura, o hacer buena literatura escribiendo sobre Jazz, es un arte concebido para unos pocos elegidos. Con demasiada frecuencia la pluma deriva hacia un ejercicio de simple charlatanería. No obstante, ahí están, entre otros, Jack Kerouac y los chicos del beat, Boris Vian y sus artefactos literarios, Julio Cortázar y su insuperable capítulo 17 de Rayuela; y en España algunos poetas de la generación del 27: incluso Luis Cernuda utilizó el título de un foxtrot llamado «I want to be alone in the South», para bautizar uno de sus más afamados poemas, «Quisiera estar solo en el sur»; que, dicho sea de paso, no es una evocación nostálgica de Andalucía, como erróneamente se tiende a pensar, según nos aclara el propio poeta en su «Historial de un libro».
Bix Beiderbecke
Bix Beiderbecke
            Volviendo a Philip Larkin, cómo no imaginarle, tras una rutinaria jornada de trabajo en la Biblioteca de la Universidad de Hull, ya en la intimidad de su casa, con batín y zapatillas, el jazz sonando, una copa en la mano; siguiendo el ritmo con los pies o tamborileando sin baquetas sobre una batería imaginaria. Siendo adolescente, Larkin soñaba ser batería de Jazz; así lo asegura en el prólogo de «All What Jazz». La portada del libro, en la edición inglesa de Faber & Faber, donde aparece sosteniendo dos palillos, no es casual. Es una imagen alejada de la solemnidad y del retrato tristón y grave que propagan de él sus detractores; el reverso de ese perfil de un ser depresivo, con un filtro gris en la mirada, que puede hacernos llegar, desatinadamente, una lectura precipitada de su poesía. «El impulso de componer un poema nunca es negativo», dijo Philip a un entrevistador que le preguntaba por su pesimismo.
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            Leyendo el relato que el poeta hace de su juventud en el prólogo de «All What Jazz», tampoco nos cuesta verle en Oxford, in illo tempore, escuchando discos de Jazz junto a un pequeño grupo de estudiantes –Amis padre y compañía-, en alguna habitación del College; divirtiéndose, bebiendo y comentando este o aquel pasaje, elogiando a algún viejo jazzman, discutiendo sobre las preferencias de cada cual… Al leer no hace mucho su magnífica primera novela, «Jill» (Lumen, 2.007), ambientada en ese pequeño mundo universitario de élite; buscaba infructuosamente, pasando las páginas, el Jazz. Pero aquí sólo aparece esbozado, como un perfume invisible que flota en el aire, como un sonido cercano, omnipresente, que nos llega desde el gramófono de la habitación de algún estudiante, cuya puerta nunca llega a abrir para nosotros el narrador. Así se insinúa magistralmente el jazz en esta novela.
            Gloomy?, ¿lóbrego?. Estoy convencido de que Larkin era un tipo alegre y vitalista mientras oía el tipo de Jazz que le emocionaba. A falta de mejores arietes capaces de hacer mella en el muro de su popularidad, ciertos santurrones y defensores de lo políticamente correcto, se han dedicado a airear chismorreos acusadores del tipo Larkin-Racista, o Larkin-Consumidor de pornografía, o Larkin-Misógino. Pero no puede considerarse misoginia la defensa a ultranza de la soltería:«dos pueden vivir tan estúpidamente como uno», decía Philip. Pero soltería no es celibato, pues Larkin no tenía nada de casto y mantuvo relaciones, más o menos estables, con varias mujeres a lo largo de su vida («alcohol, jazz y sexo – todos ellos cosas dulces», reza un poema suyo inacabado). Eso sí, nunca deseó tener hijos. Sobre este último particular dicen mucho los dos últimos versos de «This Be The Verse» (Ventanas Altas,1974).
Placa Larkin
            Del asunto de la pornografía, qué cabría decir a esos hipócritas victorianos, salvo recomendarles la lectura de Henry Miller o, incluso mejor, la visita a la sección X de un buen video club. En lo que respecta a las acusaciones de racismo, Larkin simplemente no soportaba a aquellos nuevos músicos negros que pretendían convertir el Jazz en una cuestión racial, sacando las cosas de quicio al mezclarlo con el black power y maltratando de forma deliberada, según él, las orejas del público blanco con experimentos musicales. Muchos de sus admiradísimos héroes del Jazz eran negros, pero resulta muy sencillo tergiversar interesadamente frases como: «En el jazz, la tensión entre el artista y la audiencia se apagó cuando el Negro dejó de querer entretener al hombre blanco…», o «Partiendo del uso de la música para entretener al hombre blanco, el Negro avanzó con ella hasta el odio hacia aquel.» (All What Jazz, – Introduction-1968).
            A Larkin, estoy convencido, el Jazz y los poemas le ayudaban a soportar la angustia, la sinrazón, la grisalla de la vida… Porque «la vida primero es tedio, luego miedo» («Dockery and Son»- Las Bodas de Pentecostés, 1.964). Esas muletas, la Poesía y el Jazz le acompañaron hasta el final del camino: en la abadía de Westminster, durante su funeral, además de ser leído «An Arundel Tomb», se interpretaron temas de Sidney Bechet y Bix Beiderbecke.
            Poesía y Jazz: dos pasiones íntimamente ligadas en Philip Larkin. Él siempre reivindicó la función social de ambas y reclamó su verdadero público tradicional, tan crecientemente sustituido por especialistas y glosadores.
Larkin 1961
Larkin en 1961
            No encajaba en ese molde del escritor que «ha ganado la feliz posición en la cual puede alabar su propia poesía en la prensa y explicarla dando clases en el aula…» («Required Writing» –The Pleasure Principle- Faber & Faber,1983). Tal vez por su rechazo a ese modelo, y a pesar de la gran fama y prestigio alcanzados como poeta, él siempre conservó su empleo y su salario como bibliotecario. Larkin consideraba una virtud que sus poemas no necesitaran notas explicativas a pie de página para ser comprendidos; aunque no, por abordar asuntos cotidianos o locales –que, como es bien sabido, pueden ser también los más universales-, o por tratar esos temas con palabras y formas, en apariencia, sencillas, sea posible conceptuar el resultado como poesía trivial. Sus versos no aspiran a la vulgaridad. Simplemente, él nunca escribió para académicos, estudiosos o doctores en filología, ni para los críticos literarios; ni siquiera para otros poetas.
            Y cambiando al palo que nos ocupa, tampoco concebía el Jazz como una pomposa incursión solipsista del intérprete, ininteligible, inhumana o desconectada de la audiencia; de espaldas a la necesidad de los oyentes de disfrutar y sentirse estimulados, no confundidos o torturados, por la música.
            Larkin consideraba que leer poesía, o escuchar Jazz, no debe ser nunca para el público una tarea esforzada y exenta de goce, un rompecabezas o un arduo combate.
Larkin en 1982
Larkin en 1982
            En su Jazzbandismo, un funambulista llamado Ramón escribía: «sólo una introducción de jazz puede abrir ciertas almas y que vayan a buscar ciertos libros y comprendan ciertas ideas.» Abrir almas, algo demasiado pretencioso. Pero ojalá alguien, a raíz de esta lectura, se nos una en las trincheras, se aventure y salga en busca de las obras del propio Larkin, de un buen libro de sonetos o de un disco de Jazz de los Grandes; antes de que el mercado, que sólo sabe de frías cifras, decida dejar de dispensar para siempre estos nutritivos bienes; suprimir definitivamente su ya corta tirada, eliminar sus reducidos espacios y colocar más ejemplares del último éxito en ventas de Antonio Gala, o de las sevillanas más populacheras del momento, en los escasos lugares donde todavía puede hallarse algo de Jazz y Poesía, esos arrinconados parientes pobres.
            El Jazz que nos deleita sigue siendo un magnífico lenitivo, una isla para náufragos, una dulce tregua… La buena Poesía también. Puestos a elegir, Larkin confesaba, sin ambigüedades, su predilección en una entrevista aparecida en 1968 en las páginas del diario The Guardian: «Qué dijo Baudelaire, que el hombre puede vivir una semana sin pan pero no un día sin poesía. Se puede decir que yo podría vivir una semana sin poesía, pero no un día sin jazz.».
            Jazz y poemas: en cualquier caso, un día sin ellos es un día a la intemperie.

10 octubre 2015

EL FILÓSOFO MO TSE ENSEÑA:
refutarme es como
tirar huevos a una roca.
Se pueden agotar todos los huevos pero la roca
permanece incólume.
El filósofo Wo agota los huevos del mundo contra
una roca
y la conquista.
Primero, al hacerla memorable.
Segundo, porque en lo adelante y dada su amarillez
excesiva
quienes acuden a la roca
confunden la luna y los caballos.
Y tercero, aún más importante: un veredicto actúa
sobre otro veredicto,
anula la obsesión de sus palabras.

José Kózer

09 octubre 2015

08 octubre 2015

POEMA NÚMERO DOS (Nazhun Bint Al Qalai)



Di a ese hombre rastrero unas palabras

que se repitan hasta el día del juicio:

en Almodóvar te criaste,

donde la mierda extiende su perfume,

donde incivilizados nómadas caminan con orgullo,

por eso te enamoras de todo lo redondo;

naciste ciego y amas a los tuertos.

He pagado poema por poema;

por mi vida, ahora dime quién es mejor poeta;

si soy mujer por mi naturaleza

mi poesía es hombre.