El teniente puso las manos sobre las rodillas y se inclinó hacia delante.
Tenía los ojos verdosos clavados sobre Spade con una mirada de extraña
fijeza, como si el enfocarlos fuera una cuestión mecánica que sólo pudiera
lograrse tirando de una palanca o apretando un botón.
—¿Qué armas sueles llevar encima? —preguntó.
—Ninguna. No me gustan gran cosa. Claro, en el despacho hay algunas.
—Me gustaría ver una de ellas —dijo el teniente—. ¿No tendrás aquí
alguna por casualidad?
—No.
—¿Estás seguro?
—Puedes buscar —dijo Spade, sonriendo y trazando un arco en el aire
con el vaso vacío—. Vuélvelo todo patas abajo, si quieres. No voy a
protestar..., si es que traes una orden judicial de registro, claro.
—¡Pero, hombre, Sam! —protestó Tom.
Spade dejó el vaso sobre la mesa y se puso en pie, de frente al
teniente.
—¿Qué buscas, Dundy? —dijo con voz tan dura y fría como sus ojos.
Los ojos del teniente Dundy se habían movido para permanecer
enfocados sobre Spade. Únicamente los ojos se habían movido.
Tom cambió otra vez de postura en el sofá, respiró con fuerza echando
el aire por la nariz y gruñó en son de queja:
—No queremos crear dificultades, Sam.
Spade prescindió de Tom y le dijo a Dundy:
—Bueno, ¿qué quieres? Habla claro. ¿Quién diablos te has creído que
eres, viniendo aquí para tratar de liarme?
—Está bien —dijo Dundy, con voz hueca—. Siéntate y escucha.
—Me sentaré o me quedaré de pie, según me dé la gana —dijo Spade,
sin moverse.
—¡Por Dios, hombre, sé razonable! —le suplicó Tom—. ¿De qué sirve
que nos peleemos? Si no hemos hablado claro desde el principio es porque
cuando te pregunté que quién era ese Thursby poco menos que me dijiste
que no era asunto mío. No puedes tratarnos así, Sam. No está bien y no te
llevará a ninguna parte. Nosotros tenemos una obligación que cumplir.
El teniente se puso en pie de un salto, se arrimó a Spade y avanzó el
rostro hacia el del otro hombre, más alto que él.
—Ya te tengo dicho que un buen día vas a dar un tropezón —le advirtió.
Spade hizo una mueca de desprecio y subió las cejas:
—Todos tropezamos alguna vez —replicó, con tranquilo desdén.
—Esta vez eres tú el que ha tropezado.
Spade sonrió y negó con la cabeza:
—No, ya me las arreglaré, gracias.
Le tembló nerviosamente el labio superior, en la parte izquierda, por
encima del colmillo superior. Sus ojos se tornaron rendijas calenturientas. Y
cuando habló, la voz le salió de iguales honduras que al teniente:
—No me gusta esto. ¿Se puede saber qué andáis husmeando? O me lo
decís o ya os estáis marchando para dejarme volver a la cama.
—¿Quién es Thursby? —preguntó Dundy, con voz exigente.
—Ya le dije a Tom lo que sé de él.
—A Tom le has dicho bien poco.
—Bien poco es lo que sé.
—¿Por qué le estabas siguiendo?
—Yo no le estaba siguiendo. Miles estaba siguiéndole, por la magnífica
razón de que un cliente nos estaba pagando buen dinero de curso legal para
que le siguiéramos.
—¿Quién es el cliente?
La placidez volvió a la cara y a la voz de Sam al decir en tono de
amonestación:
—Sabes muy bien que eso no puedo decírtelo hasta que haya hablado
con el cliente.
—Me lo vas a decir a mí o se lo vas a decir al juez —dijo Dundy,
acaloradamente—. Se trata de un asesinato, no lo olvides.
—Puede ser. Y escucha tú, precioso, algo que tú no debes olvidar. Te lo
diré o no, según me venga en gana. Hace ya mucho tiempo que no lloro
cuando no le caigo simpático a un policía.
Tom se levantó del sofá y fue a sentarse a los pies de la cama. El rostro
mal afeitado y sucio de barro estaba cansado y con arrugas.
—Sé razonable, Sam —le rogó—. Ayúdanos un poco. ¿Cómo vamos a
descubrir algo acerca de la muerte de Miles si te empeñas en no decirnos lo
que sabes?
—Por eso no os llevéis ningún mal rato —le dijo Spade—. Yo me
encargaré de enterrar a mis muertos.