22 abril 2008

Un responso por el cine Colón. Jeremías Gamboa





UN RESPONSO POR EL CINE COLÓN

Felipe Castrejón nunca me pudo vender una sola nota
para la revista en la que ambos trabajamos hace ya varios
años, un quincenario raquítico con muy malos reportajes
que cerrábamos a duras penas durante las madrugadas
de un verano pegajoso allá por los años noventa en Lima.
Desde que llegó a la redacción con un cuaderno deshilvanado
en el que se apretaban más de treinta ideas para
crónicas, cada cual más inverosímil que la otra —recuerdo
una sobre payasos jubilados y otra acerca de las penurias
de los papanoeles bajo el sol calcinante de Lima
en diciembre—, y me leyó todas de un modo agitado,
nervioso, como si en ello se le fuera la vida, no pude evitar
cogerle una forma de cariño. Bastaba ver su desaliño,
el desorden que lo rodeaba y escucharlo luego hablar de
periodismo con el entusiasmo de un adolescente para no
dar un centavo por él. Sin embargo, a Castrejón se le veía
un tipo con ganas y se notaba a leguas que necesitaba el
trabajo como ninguno de nosotros; escribir sobre lo que
fuera, cobrar lo que hubiera. Le dije entonces que escogiera
dos de esos temas, los mejores, y que los ofreciera
en la reunión que teníamos cada dos martes con otros
redactores y colaboradores. Dos buenos temas bastaban.
Digo que Castrejón nunca me vendió una nota
y me doy cuenta de que miento. Ningún tema de
ninguna nota suya me convenció, pero la verdad es que
le acepté varios, de mala gana, porque casi nunca tenía
buenas ideas o alternativas con las cuales revertir
las suyas, y siempre me arrepentía a los pocos minutos
de haberle dicho que sí. Todas las propuestas que me
ofrecía como reportajes insólitos resultaban siempre sobre
el papel variaciones del mismo relato esperpéntico
acerca de una única ciudad poblada exclusivamente por
locos feroces y proyectos absurdos. Sus textos nunca
estaban mal escritos, pero eso hacía precisamente difícil
editarles el lado chocante, a ratos involuntariamente
miserable, que siempre tenían. No podría afi rmar que
las fotos que acompañaban sus crónicas, y que él mismo
tomaba, eran malas, pero a la larga resultaba difícil
ubicar entre ellas alguna publicable. Entre la entrevista
al aburrido congresista y el reportaje a las nuevas actrices
de una teleserie, la nota gourmet y el estreno de
cine, la crónica urbana de Castrejón siempre terminaba
reducida a un par de páginas, sino a una sola.
Aquella noche estábamos cerrando la edición de
la quincena de febrero y, para variar, la nota de Castrejón
había pasado de tres páginas a dos, y fi nalmente
a tener solo cuatro columnas: a último minuto había
llegado una publicidad de medicamentos para hongos
y la verdad es que no podía haber caído en mejor ubicación.
En un momento sospeché que el artículo de
Castrejón de esa semana terminaría en menos de una
página; quizás con suerte desaparecería. Castrejón se
había ido a un pueblo del sur de Lima a pasar todo un
fi n de semana y había regresado con un relato y unas
fotos que, según me dijo, iban a ser la «historia» de esa
edición. Cuando miraba las planchas de contacto no
imaginaba de dónde podrían proceder todos esos retraimientos
interiores de hombres impresentables que, paradójicamente,
modelaban en una pasarela, respondían las preguntas
de un maestro de ceremonias, se hacían acompañar
por modelos o posaban para las fotos portando cetro
y corona. Mientras apenas podía entender lo que veía,
Castrejón me decía que se trataba de los fi nalistas de
un concurso de feos en el pueblo de Imperial, en Cañete.
No solo eso: se había producido una polémica
durísima en torno al ganador. Para la mayoría de vecinos,
a «Cabeza de Otro Monstruo» le habían robado
el primer puesto para dárselo a «Consolador de Bruja».
La mujer de «Cabeza» estaba indignada con el fallo y
había convocado con éxito a un grupo de ciudadanos
que intentaba hacer llegar la noticia de ese fraude a los
medios. «Ñoño Muerto», «Sopa de Guano», «Chicharrón
de Caimán» y otros fi nalistas del certamen la apoyaban.
Entonces fue que contactaron a Castrejón.
No voy a negar que la historia me pareció a su
modo divertida y una vez más, quizás por aburrimiento,
para romper un poco la monotonía de mi trabajo, o
acaso por ganas inconscientes de ser despedido, le dije
que le daba tres páginas aunque sabía que no tendría
más de dos. Castrejón había llegado muy temprano a la
redacción, como siempre, y había permanecido todo el
día batallando con el teclado como un narrador poseído
en las últimas páginas de una novela total. A mitad
de la tarde le tuve que decir que la nota había sido reducida
a dos páginas y más tarde que había sido transformada
a cuatro columnas. Cada vez que le decía esto,
Castrejón regresaba apesadumbrado a su sitio, atronaba
contra las teclas de la computadora furiosamente y luego
se sumía en angustiosos bloqueos frente al monitor. Lo
veía desde la esquina en que me tocaba repasar fotos, corregir páginas
ya diagramadas o despedir a los sucesivos
colaboradores que miraban sin emoción sus pruebas de
imprenta. Cuando ya estábamos quedándonos solos él y
yo, además del diseñador, Castrejón me entregó su texto
con el nerviosismo de todas las veces. Cambié un par de
adjetivos, corregí su dequeísmo y envié la nota a la bandeja
de diseño después de divertirme a mi pesar con ella.
Castrejón, mal que bien, tenía chispa cuando escribía.
Eso sí, me hizo sufrir en la tarea de encontrar alguna
foto, si bien no bonita, al menos representativa del concurso
y el supuesto fraude. Era imposible no cotejar los
retratos de «Cabeza» y «Consolador».
Fue después, mientras ambos nos quedamos
sentados el uno frente al otro y esperábamos que el
diagramador encajara el texto y las fotos de su nota,
que le pregunté si no quería dar una vuelta y tomar
aire, quizás una copa. No era la primera vez que hacíamos
algo parecido: solía salir con Castrejón en los
intermedios de los cierres de edición. No sé muy bien
explicar ahora por qué. A veces pienso que quizás era
porque me hacía reír con sus ideas jaladas de los pelos,
la manera hiperbólica en que me contaba pasajes de su
vida, las preguntas tan serias que me hacía sobre lo que
él llamaba «mi trabajo con la palabra»; quizás Castrejón
me daba seguridad, quizás su torpeza me afi rmaba
de modo complaciente de cara a lo que yo ya sospechaba
era mi propia mediocridad, lo poco que en verdad
había hecho por mí y por mi vida.
—Acepto la invitación —me dijo esa noche
mientras ordenaba los apuntes y las planchas de contactos
de su artículo—. Pero que sea un pisco sour.
Me gustaba caminar por el Centro de Lima de
madrugada y mucho más en verano, cuando no hay
neblina y las luces de neón le dan un aspecto uniforme
a toda la ciudad. Aquella vez Castrejón y yo recorrimos
casi todo el jirón Camaná y disfrutamos mucho del
aire fresco de la noche fumando cigarrillos y caminando
a nuestro ritmo por un sendero libre de ambulantes.
No recuerdo de qué hablamos, solo que al llegar a La
Colmena me preguntó dónde nos tomaríamos el pisco.
—¿Dónde más? —le dije entonces, con satisfacción
anticipada ante el rostro que se iluminaría de
pronto—. En el hotel Bolívar.
Subimos por la avenida y llegamos a la plaza
San Martín. El hotel no era lo que había sido hace algunas
décadas, sin duda, pero aún mantenía cierto aire
que a mí me hacía pensar en estrellas de cine mexicano
o en actores de Hollywood. Le estaba dando nombres
de huéspedes ilustres a Castrejón y veíamos la carroza
republicana en el salón circular que sigue a la entrada
cuando me di cuenta de que había cambiado sorpresivamente
de ánimo. Durante el tiempo en que nos instalamos
en una de las terrazas que daban a La Colmena
y yo le pedí al mozo dos pisco sours de la casa, en que
esperamos a que nos traigan las copas y brindamos,
Castrejón no dijo gran cosa. Le pregunté si le pasaba
algo y me respondió que nada. Decidí quedarme callado
mientras paladeaba el trago y miraba largamente la
plaza San Martín. De un momento a otro él rompió el
silencio.
—¿Por qué no me dejas hacer una nota sobre el
cine Colón? —me dijo. Al voltear la vista hacia él me
encontré con sus ojos clavados en mí.
Me quedé perplejo.
—Vamos, anímate, puedo escribir una historia
increíble sobre el teatro.
Me tomé de un sorbo lo que quedaba de pisco
sour en mi copa y le pedí al mozo otra. Meses antes había
consentido publicar un artículo suyo sobre un adolescente
que había realizado una «obra de animación
hardcore» con una cámara de afi cionado: el texto daba
cuenta de cómo el imberbe había restregado compulsivamente
las muñecas Barbie con los muñecos Ken de su
hermana en los espacios de su casa y cómo había convencido
a sus compañeras de colegio para que hagan
las voces de los personajes femeninos. La estupidez por
poco me cuesta el puesto. Esta vez Castrejón no pasaría.
Le dije inmediatamente que no veía por dónde se podía
escribir algo sobre un viejo teatro republicano que durante
los años veinte había sido un espacio de variedades
a la que iban los socios del Club Nacional y que en el último
tiempo se había convertido en una sórdida letrina
de cine pornográfi co a la que solo acudían tipos arrechos
y sin plata para comprarse un VHS. Eso le dije.
Castrejón bajó la mirada y acto seguido se produjo
un largo silencio. Por un momento creí que había
cortado por lo sano, pero tras un rato volvió al ataque.
—Hablas así porque no has estado dentro nunca
—me dijo de pronto, con un tono resentido y amargo—,
nunca has visto el teatro por dentro, y menos
con las luces encendidas.
Un poco alterado por el simple hecho de que me
porfi ara, le dije que gracias al cielo nunca había estado
dentro de ese sitio. Castrejón esquivó de una manera
tan abrupta mi mirada que pensé que quizás estaba
siendo muy tajante e inmediatamente intenté calmar
los ánimos y hacerlo recobrar la sensatez. Le concedí
algunas razones. Mientras veía el teatro en la esquina
de la plaza, los paredones que entre sus columnas los
policías habían levantado la madrugada anterior, le dije
que sin duda el tema era actual: había leído esa mañana
que la municipalidad había cerrado el local no solo
porque se exhibían películas para adultos —lo que no
tenía nada delictivo—, sino que además se había descubierto
que en mezzanine se ejercía la prostitución
clandestina en condiciones insalubres. Entendía que
el teatro había sido parte de una época importante de
nuestra historia, que era bonito por fuera, que era un
elemento central del Centro Histórico de Lima, Patrimonio
Cultural de la Humanidad y todo eso; entendía
bien que había que luchar por el rescate de nuestra
riqueza monumental, pero escribir una historia sobre
cómo un bien de esas características había caído en la
peor miseria con el paso del tiempo no me parecía muy
adecuado para nuestra revista; bastante había tenido
con la crónica del concurso de polos mojados en lo que
había sido en su momento el Palais Concert. No quería
volver a repetir la experiencia.
Castrejón hizo una mueca de fastidio y meneó
la cabeza. En ese momento supe trágicamente que no
hablaría de otra cosa que no fuera el cine, o el teatro,
por el resto de la noche, o al menos hasta que yo terminara
de aceptarle la nota.
—No contaría esa historia —me dijo—. Tengo
otra mil veces mejor.
Entonces me vi a mí mismo diciéndole que se
pusiera en mi situación, que pensara en el público de
la revista. Castrejón me dijo que precisamente pensaba
en ellos cuando decía que tenía entre manos la mejor
de las crónicas.
—Estoy seguro de que si la escuchas, me la publicas
—me dijo, seguro de sí mismo.
—Está bien —le dije, aceptando el reto, sabiendo
de antemano que nada me haría cambiar de opinión—,
cuéntamela.
Lo que vino después de eso fueron algunas ruedas
más de pisco sour, la voz de Castrejón cada vez más
exasperada con el paso de su narración, mis contorsiones
por ciertos ataques de risa que en un momento
amenazaron doblarme en dos y después unas ganas terribles
de llorar, aunque no sé muy bien si en determinado
momento era por la intensidad de las carcajadas
o por algo de pena también. Lo que escuché esa noche
fue la más insólita de todas las historias que Castrejón
me relatara durante el tiempo que lo conocí. Ni siquiera
hoy sé a ciencia cierta si fue verdadera o esa noche
él me vio cara de imbécil y me hizo tragar otro de sus
cuentos solo para venderme un artículo y cobrar cien
tristes soles. Prefi ero creer que sí ocurrió porque así
pasa con las buenas historias. Y esta lo fue. Aun ahora,
cuando la recuerdo, no puedo evitar reírme a solas,
a veces escandalosamente, y después sumirme en un
prolongado silencio.
Castrejón empezó diciéndome en voz muy baja
que había sido —todos sabíamos esas cosas, ¿no?, me
susurró— un adolescente algo solitario y muy «encendido
». Había estudiado en una gran unidad escolar
solo de hombres. Eso, sumado a que era algo tímido,
poco dado a las fi estas, a la conversa en la esquina
del barrio o a la vida en familia —tú sabes, me dijo,
la típica salida con una prima, con una amiga de una
prima—, lo había condenado a no tener casi contacto
alguno con chicas durante su adolescencia. Lo único
que le quedó para acercarse al sexo opuesto fue mirar
calatas en los periódicos de los quioscos cercanos a su
casa y luego comprar revistas usadas en la plaza San
Martín o en un hangar de Camaná cada vez que podía
tirarse la pera junto a sus compañeros de colegio. Fue
una de esas tardes que vio por primera vez una sala de
cine porno, y aunque intentó entrar lo pararon en la
puerta por su cara de mocoso y por su uniforme escolar
color plomo rata. Debió esperar a acabar el colegio
para ingresar por primera vez al cine y ver lo mismo
que miraba una y otra vez en las revistas —Pandemonio,
Orgía, Mamantes—, pero esta vez en movimiento
y con sonido. Fue como descubrir una nueva religión.
Con el paso del tiempo y de los años —mientras estudiaba
periodismo en un instituto, hacía sus primeros
cachuelos en publicaciones que nunca nombraba—,
Castrejón recorrió casi todas las salas de cine triple
equis que había en Lima. Primero una de la avenida
México, el Súper Hall, no lejos de su casa, después otra
en la avenida Manco Cápac. El paso siguiente fue ir al
Centro. Fatigó las salas de la avenida Colmena y del
jirón de la Unión y después de un tiempo se aburrió de
ellas. Erró por los cines Tacna, Sussy, Tauro y muchos
otros como un nómade hasta que en una esquina de la
plaza San Martín, detrás de la columnata de un viejo
edifi cio, encontró los avisos porno del cine Colón. Entonces
halló «su lugar».
—Desde entonces no fui a ningún otro sitio
—me dijo Castrejón dándole luego un sorbo a su pisco
sour—. En el Colón me quedé para siempre, te juro.
Le pregunté entonces qué podría tener el Colón
que no tuvieran otros cines, aparte de su historia,
su pasado o como quiera llamársele a eso. Castrejón
me miró con cara de absoluta sorpresa. Me hizo sentir
como si fuera un perfecto ignorante.
Lo primero era el tamaño del cine, me dijo. Lo
otro era la frecuencia de la proyección de películas.
Uno iba a la sala porno no a que lo reconocieran mientras
hacía la cola, ¿no?; generalmente uno iba a mirar
con la mayor discreción posible una película, retener
las imágenes en la cabeza y después castigarse en casa
como buenamente podía. Al menos eso hacía él siempre.
Él conocía muchas salas de cine muy pequeñas y
problemáticas: los asientos escaseaban, los espectadores
se sentaban muy cerca unos de otros y a veces, si no tenías
suerte, te tocaba algún travesti mañoso o un viejo
verde que de pronto te ponía la mano en la rodilla, o, si
te sentabas más atrás, una parejita misia sin plata para
el telo que tiraba en tus narices. Por último, me dijo
irrefutablemente, no era cómodo estar armado y tener
a alguien muy cerca de ti; y menos aún la posibilidad
de que esa persona también pudiera estar al palo.
—El Colón, en cambio, era enorme —me decía,
prendiendo un pucho—, y además programaba
películas seguidas, una tras de otra. Pagabas un boleto
y veías hasta tres al hilo. Ya si eras muy enfermo podías
repetir, y ver los mejores títulos dos, tres veces.
La cosa, pues, era a todas luces ventajosa —concluía
Castrejón—, y eso hacía del Colón un cine especial.
No era necesario hacer cola y poner cara de idiota
o mirar al piso como si fueses choro presentado a la
prensa, del mismo modo que no era necesario esperar el
cambio de cinta para entrar, tampoco mirar listín alguno
ni nada parecido. Uno llegaba solapa por la plaza San
Martín a la hora que fuera, se compraba unos fallos en la
esquina del cine y como que hacía la pantalla de meterse
por el jirón Quilca se colaba entre las columnas, pagaba
en caja con tranquilidad y entraba al cine como si nada.
—Había un tío que vendía chocolates y otros
dulces en un mostrador grande —añadía—; si la pela
ya había empezado y tú eras un maniático que no puede
ver nada a medias, te podías quedar sentado en una
sala que tenía varios muebles, quizás leyendo o haciendo
cualquier otra cosa.
Le pregunté si él lo hacía y Castrejón me dijo
que no. Él cruzaba la sala hasta la tela roja del teatro, la
corría y se paraba a un costado de la entrada por varios
segundos. A su lado, otros permanecían en sus sitios a
la espera de que todo empezara a aclararse y resultara
posible reconocer un buen sitio alejado de los demás.
Era perfecto no verle la cara a nadie y que nadie distinguiera
la tuya. Después de un par de minutos, cuando
ya uno dejaba de mirar únicamente a la mujer en cuatro
patas que gemía en la pantalla gigante y advertía
además los perfi les de las altas paredes, las butacas, la
luz que corría por el largo corredor entre los asientos,
lo normal era reconocer el claro en la platea y después
desprenderse del grupo, caminar por el corredor y sentarse
en un asiento crujiente, a salvo de la mirada de
todos los demás.
—En esas butacas vi las mejores películas de mi
vida —me dijo, como invitándome a preguntarle por
ellas. Me encontraba bastante lejos de interesarme por
lo que él había visto allí durante todas esas tardes, así
que me quedé callado. Él hizo lo propio, sin ánimo de
cambiar de actitud. Me di cuenta de que tarde o temprano
tendría que hablar.
—Mira, hermano —le dije, fi nalmente, intentando
ser razonable tras un rato de vacilación—, tal
como lo cuentas me parece particular la historia del
teatro Colón, y ciertamente entre los amantes de ese
tipo de cine debe de haber sido una suerte de recinto,
de templo sagrado; comprendo todo eso, en verdad,
pero, para serte franco, publicar ese artículo que planteas
en una revista como la nuestra es muy complicado;
a lo mejor podría ser el reportaje estelar de una revista
distinta, una revista periodística porno, si es que eso
existe, o algo similar. Si no existe, tú podrías inventarlo,
y pasar a la historia, ¿no crees?
Me estaba riendo y él hacia lo mismo mientras
miraba la mesa y luego la esquina en donde se podía
advertir el teatro tapiado. De pronto mudó el rostro y
me miró directo a los ojos.
—No te he contado la historia todavía —me
dijo—; lo que te he dado es apenas el marco de lo que
me pasó una tarde en una de las funciones del teatro
Colón. Algo perdurable. Al menos quienes estuvimos
ahí no lo olvidaremos nunca.
Dijo eso y luego agregó que tenía que ir al baño.
Tuve que aguantar de mala gana algunos minutos
mientras me preguntaba qué diablos podía haber pasado
en una sala de cine porno una tarde cualquiera.
Cuando Castrejón regresó a la mesa se encontró dos
copas de pisco sour más y mi pregunta a boca de jarro:
¿qué diablos podía haber pasado?
—Una revolución —me dijo, entonces—, una
verdadera revolución. Y derrocamos a Batman.
Aquello era tan absurdo y a la vez fue dicho con
tal convencimiento que pensé que Castrejón me estaba
jugando una broma y me reí por la locura de su apuesta
narrativa: una revolución. Y contra Batman. En un
vetusto cine del Centro de Lima. Castrejón podría llegar
a ser un buen actor, sin duda; varias veces lo había
visto tomarle el pelo a alguien una vez que se ganaba
su confianza y casi siempre a través de los engaños más
disparatados. Sin embargo esto era demasiado. En un
momento llegué a pensar que la timidez inicial con la
que lo conocí era una proyección más de su faceta histriónica.
Le hice varios gestos para que dejara la broma
y empezáramos a hablar de otra cosa; había estado bueno,
pero en un momento, cuando me percaté de que
su mirada seria no cambiaba durante varios segundos
a pesar de mis risas cómplices, me temí que, a pesar de
todo, esta vez no estuviese bromeando.
—Discúlpame —le dije, poniéndome también
serio de pronto—. Es que me cuesta creerlo.
—Te dije que había sido extraordinario —retomó
su narración—. Así como tú, yo tampoco hubiera
imaginado algo así al entrar esa tarde al cine Colón.
Fue meterse entre las columnas, pagar, cruzar la
sala, correr la tela roja, colocarse a un lado de la puerta,
esperar, reconocer las formas del teatro, el claro pertinente
en la platea y luego sentarse. Nunca Castrejón se
fi jaba en la película sino hasta algunos segundos después
de haberse acomodado en su asiento, de modo
que cuando esa vez vio una escena en la cual, en un
ambiente de corte francesa, dos mujeres le introducían
un juguete de plástico a un hombre por el culo tomó
aquello como uno de esos pasajes lamentables, que
nunca faltaban, producto del «riesgo» que tomaban
ciertos directores. Con mucha calma prendió un pucho
—el cine lo permitía y con él a veces alejaba algunos
olores ingratos de la sala— y se dedicó a observar
con calma las formas del inmenso teatro que se podían
advertir a la luz del ecran.
—No me imaginaba que la maldita escena duraría
más de quince minutos.
El travesti llegaba como podía con gemidos sobreactuados
y en cierto momento, como sucede en esos
cines y las escenas no caminan, Castrejón escuchó algunos
silbidos y al cabo de un rato rechifl ó él también.
En verdad sabía que eso no modifi caba nada, pero a
veces esas muestras de desaprobación de una escena
o toma le resultaban gratifi cantes, le daban valor a su
participación «activa» en el hecho cinematográfi co. Al
menos con esas palabras me lo dijo esa noche. Después
de un rato la escena terminó y dio pie a una aburrida
orgía versallesca en la que mujeres bonitas pero excesivamente
flacas apenas podían moverse presas de los
corsés y de las pelucas que llevaban. Castrejón terminó
su pucho y prendió otro, y sintió cierto alivio cuando
acabó la película. Había pensado que el momento tardío
en que llegó al cine había infl uido en la percepción
de ese pasaje fi nal; a veces las escenas últimas de una
cinta lo calentaban a uno menos porque las circunstancias
que rodeaban la acción, el tabú que se transgredía
con el polvo que se miraba, se perdían al no haber visto
el principio. Al menos eso pasaba con los fi lmes con argumento,
que eran los que él prefería y los que se proyectaban
en el cine Colón.
—Las cintas de video de ahora en que las «actrices
» se calatean sin motivo, de buenas a primeras, y hablan
con el director sobre la misma grabación que hacen
en ese momento serán todo lo metafi ccionales que
quieras pero no calientan un carajo —me dijo, en un
aparte, como suspendiendo su relato—. Las de aquellos
años, fi lmadas en cine, esas sí que eran películas.
Los créditos desaparecieron y la sala se oscureció.
Muchos de los hombres que ya estaban sentados
hacía horas en las butacas y habían visto las tres películas
de la tarde o simplemente se habían embotado
de tantas contorsiones y descubrían que ya nada pasaba,
aprovechaban ese momento para levantarse de sus
asientos, caminar hacia la tela roja, quizás ir al baño
y luego salir a caminar por Lima. Otros, pegados a la
pared, al ver muchos claros disponibles, ganaban sus
asientos, prendían cigarrillos y esperaban la película siguiente.
Castrejón se había quedado entre ellos.
Fue entonces que las letras anunciaron el fi lme
—así lo recordó él— Las aventuras secretas de Batman
y Robin y Castrejón se imaginó de golpe una película
hilarante y acaso prometedora. Estaba acostumbrado
a ese tipo de apropiaciones cinematográfi cas. La época
dorada del cine triple equis no había escatimado en
recursos e inventiva. Él había visto superproducciones
basadas en las vidas de Gengis Khan, Calígula o
Luis XVIII, muchas veces los guiones resultaban tener
tramas detectivescas o de espías que, desde un cierto
punto de vista, podrían resultar interesantes. Algunas
veces rendían homenajes a películas pasadas, del cine
ofi cial o del mismo género. Se sonrió y se imaginó a la
actriz que interpretaría a Gatúbela. Con esa ilusión le
dio una pitada ávida a su cigarro.
Pero nada de lo que esperaba ocurrió. Lo primero
que lo desalentó fue la fotografía. A diferencia de
algunos directores que disponían la luz de un modo insinuante,
cálido, o por lo menos generoso, esta película
hacía gala de una iluminación expresionista totalmente
caprichosa, un sinsentido de luces y sombras que partía
a los personajes en pedacitos. Al principio Castrejón no
lo notó: la primera escena era exterior, y si bien era antojadiza
y lamentable, podría augurar todavía una película
desopilante. Delante de una cámara que lo seguía
por la espalda, un tipo disfrazado de Batman, montado
sobre un triciclo, recorría las calles de Roma mirando
tetas y potos.
La gente empezó a reírse en la platea y él también.
Cuando Batman reconoció a una mujer arrojada
en un jardín, víctima de lo que quizás habría sido una
violación, y se la llevó a un espacio interior, fue que
algunos espectadores empezaron a notar que estaban
frente a una reverenda porquería. El reparto, por ejemplo,
era infame.
—Para empezar, el actor tenía la chula del tamaño
de un niño o de un asiático micropene, ¿me explico?
—decía Castrejón un poco exaltado, achispado
sin duda por el pisco—. Se supone que el actor principal
tiene que ser aventajado.
Batman no solo tenía un colgajo ridículo y artifi
cialmente rosado sino que además nunca la metía; solo
miraba a varias mujeres que, sin ton ni son, refugiadas
no se sabía por qué razones en la baticueva, se lamían
unas a otras vestidas con unos espeluznantes trajes plastifi
cados. Delante de ellas, o a veces escondido tras un
mueble, el hombre murciélago se hacía pajas delante de
la cámara y movía torpemente la lengua como fi ngiendo
estar excitado. Las bromas entre los espectadores no se
hicieron esperar. Alguno, desde el fondo de la sala, se
animó a gritar «Batman, tas hasta el culo» y el resto de
la platea se rió. Castrejón, algo más serio, se decía que
una película tan mala era imposible: las mujeres parecían
desnutridas, como salidas de un campo de concentración,
estaban torpemente maquilladas y a tal punto
Batman se restregaba contra los muebles que sospechó
que eso no era más que una cortina, un preámbulo para
darle más valor a la futura verdadera acción.
—Estaba casi seguro de que de un momento a
otro aparecería el verdadero Batman o un Guasón realmente
guasón, es decir, con una guasaza —se reía Castrejón,
y me hacía reír mucho a mí también, ya cómodamente
instalado en esa butaca de cine—, pero nada.
Una mierda, en serio.
De pronto en el ecran apareció Robin. Estaba
igualmente desprovisto de atributos, de modo que hasta
cierto punto era comprensible que siguiera la conducta
de su líder. Ambos superhéroes veían a las mujeres bailando
y de pronto, como para refrendar todas las sospechas
que han recaído sobre ellos durante muchos años,
el Chico Maravilla empezó a correrle la paja a Batman y
este, al fi nal, en la escena quizás más lamentable de toda
la historia del cine porno —eso decía Castrejón—, fi ngió
orgasmos desgarradores mientras soltaba un ramalazo
de pichi sobre el piso del plató. Ese fue el tope de lo
que cualquier público podía aguantar. Fue entonces que
empezó a gestarse la rebelión para derrocar a Batman.
—Al principio no noté muy bien el cambio
de actitud en la platea —me decía, ya dueño de la situación,
Castrejón; yo estaba inmóvil, mirándolo—.
Cuando el tipo se puso a orinar algunas personas rechifl
aron como protesta y otras empezaron a decir
frases cortas, expresiones como «ya pues, oye» o «mi
plata», las típicas cosas que se dicen en los cines cuando
la función es una desgracia. Pero cuando la escena
siguiente resultó casi un calco de la anterior, solo que
Batman se restregaba contra los zapatos de una chica y
Robin se iba de bruces sobre una muñeca de plástico,
entonces sí que todos perdimos el control.
El silencio fue rasgado primero por un silbido,
luego dos, después un rechifle, una frase de indignación corta
seguida por muchas otras parecidas, un carpetazo
a una butaca, gritos más erizados aquí y allá y de
pronto todo el cine, o todo el viejo teatro republicano,
se convirtió en una verdadera tribuna de hombres que
más parecían espectar un partido de fútbol o el último
round de una pelea de box. Los gritos llegaron de sitios
más alejados, parecían expandir la sala del recinto, y en
medio de ese fragor Castrejón, además de intuir el verdadero
tamaño del Colón, el esplendor de sus mejores
años, sintió que tenía que hacer algo y se puso a gritar
también. Solo un par de segundos más tarde escuchó
la voz que —él asegura que salió del fondo de mezzanine—
atronó en el lugar como la descarga eléctrica o
el grito de guerra que antecede a la hecatombe.
—¡Desaparezcan al murciélago de mierda, hijos
de puta!
Como si hubieran identifi cado al enemigo, los
hombres empezaron a pararse de sus asientos y a lanzar
a voz en cuello una sarta de improperios contra el actor,
la película, los administradores del teatro, los dueños y,
por supuesto, contra las madres de estos. Entre las voces
crispadas, iracundas, que reventaban en la oscuridad,
la de Castrejón se desató. Como nunca en su vida
soltó palabrotas que jamás había pensado gritar con esa
energía, y como nunca se sintió libre y a la vez parte de
una lucha colectiva, gremial.
—De pronto todos estábamos parados delante
de nuestros asientos y solo unos segundos después un
hombre se salió de las butacas, subió las escaleras del
escenario y se puso a golpear el ecran, a batir la tela y
luego otros más se subieron también sobre sus asientos.
En mezzanine todos estaban apostados sobre la baranda,
y algunos habían trepado hacia la cabina de proyección.
De repente, en medio de la locura que reinaba
en todos los rincones del lugar, la película paró.
Fueron segundos de total oscuridad en los que
Castrejón no pudo ver ni las palmas de sus manos a
centímetros de sus ojos. Solo recordaba que cuando el
superhéroe desapareció, la pantalla se apagó y el espacio
en que estaba quedó en tinieblas, una salva de gritos
triunfales, de vítores y aplausos atronadores explotó
bajo la bóveda y remeció los cimientos del edifi cio. Bajo
ese estruendo, Castrejón pensó en una gran hazaña, en
un ejército de guerreros que marchan a la batalla fi nal
en medio de una noche cerrada.
—Y en eso fue que ellos encendieron las luces
—me dijo, fi nalmente, tratando de recuperar la compostura—;
allí fue que vi el teatro tal como era por
primera y única vez en mi vida.
Sucedió como un golpe que los sacó de una ceguera
para sumergirlos en otra. Si se quiere una ceguera
de luz. Primero se llevaron las manos a los ojos, como
viseras, y después, cuando se miraron unos a otros en
el teatro completamente desnudo —Castrejón descubriría
después varios refl ectores tras unos vitrales empotrados
en las esquinas del techo—, todos se sonrieron,
se saludaron con las cejas, con las manos, como si
se conocieran de años o como si fueran socios de algún
club o miembros de una hermandad secreta. Atrapado
en un estado ingrávido, Castrejón me dijo haber presenciado
una indeleble imagen surreal: un teatro de
estructuras espléndidas mostraba ante él unas alfombras
llenas de lamparones, colillas de cigarrillos y manchas
de esperma; paredes ennegrecidas, descascaradas,
cortinas percudidas y fi nalmente butacas tragadas por
polillas: muchas de ellas rotas, otras quebradas.
Recorriéndolas con la vista, Castrejón reconoció aburridos
empleados de oficinas del Centro con ternos percudidos
y legajos en las manos, estudiantes universitarios
con cuadernos y libros de ciencias, señores de edad con
periódicos bajo el brazo y crucigramas a medio llenar,
escolares con ropa de colegio a los que ahora sí dejaban
pasar y que le hicieron recordarse a sí mismo. Mirando
una y otras vez a esas personas, saludándolas con
la vista, se preguntó si no habían descubierto el teatro
del mismo modo que él y en el mismo tiempo, o si,
aún mejor, no habían sido ellos quienes habían estado
siempre en la sala las mismas veces que él. No es extraño
que entre esas personas que no tenían mejor manera
de pasar la tarde un día de semana cualquiera él no se
sintiera solo.
Me dijo todo eso y yo no hice otra cosa que mirar
el cine y sentir un torpe cariño por él, cierta pena
por que lo cerraran sin que yo lo hubiera conocido.
Castrejón estaba en medio de esa visión imborrable
cuando un hombre a unas tres butacas de su sitio
le pidió un cigarrillo. Era un negro alto, de unos
cincuenta años, llevaba una chompa tejida a mano quizás
por su mujer. Castrejón le dijo que claro, se acercó
a él, le prendió el pucho y se animó a comentarle lo
mala que había estado la película.
—Ni un solo buen polvo, sobrino —le dijo el
hombre, levantando el cigarro como señal de agradecimiento—.
No hay derecho.
En ese momento su rostro desapareció, también
la sonrisa que empezaba a esbozar con unos dientes
blanquísimos, y de la total oscuridad que duró apenas
uno o dos parpadeos surgió el ruido del proyector corriendo
las cintas, la luz en el escenario, los créditos de
una nueva película sobre el ecran y una metralla casi
incontenible de aplausos. Habían triunfado, ¿me daba
cuenta? Castrejón también aplaudió, se volvió a sentar
en su butaca, encendió un cigarro y con una satisfacción
secreta reconoció el nombre del director, de la actriz
principal y se entregó mansamente a lo que él llamó
«la magia del cine».
—Fue una jornada épica la de ese día —me dijo
después, una vez que acabó con su pucho; luego lo restregó
contra el cenicero y se puso a mirar nostálgicamente
la avenida Colmena.
—Ya lo creo —fue lo que alcancé a decir.
Después de un largo rato en que le formulé una
serie de preguntas sobre ese día y él expandió su narración
con más detalles sobre los gritos de la gente,
las expresiones de júbilo y el aspecto del teatro con todas
las luces prendidas, y luego de que volviera a contar
una y diez veces más ciertos pasajes con otros aderezos
que me hicieron reír durante mucho rato, recordé
de pronto que era quincena y que estábamos en pleno
cierre de edición, que el diagramador debía de estar esperándonos
furioso en la ofi cina y nosotros aún no habíamos
corregido pruebas, y encima Castrejón no me
había pasado los textos para las leyendas de sus fotos.
Pedí la cuenta y salimos; a pesar de la prisa que llevábamos
no pude evitar pedirle acercarnos un poco al
teatro y echarle un vistazo. Frente a mí, las columnas
se veían absurdas al lado de esos paredones levantados
a la mala, de esos ladrillos entre cuyas junturas parecía
chorrear un cemento aún fresco. Entendí por qué
Castrejón se había entristecido tanto cuando llegamos
a la plaza San Martín camino al hotel Bolívar. Lo vi
aproximarse al cine y, empinándose por sobre el nuevo
muro, aguaitar dentro de él. Aún se podían ver en el
interior, entre las sombras, un cartel descolorido y lo
que había sido la boletería como si fueran parte de una
película de terror o un cuadro de Polanco. Imaginé a
Castrejón y a sus compañeros entrando y saliendo de
entre las columnas del cine y de un momento a otro
me puse a caminar hacia el jirón de la Unión. Una vez
que él me alcanzó más adelante le pregunté qué pasó
después de que cambiaran de película aquella tarde.
—Nada —me respondió, emparejando su paso
al mío—. No pasó nada.
La cinta siguió su curso y él pudo ver cuerpos de
mujeres espléndidas, posiciones notables y maniobras
gimnásticas, uno, dos, tres polvos plenos. En algún momento
volteó y notó que el hombre que le había pedido
un cigarrillo se había ido. Luego lo hicieron otros, desde
distintos sitios, y durante la película llegaron algunos
nuevos, a llenar los claros dejados por los anteriores.
Cuando ese fi lme acabó y empezó el siguiente, un grupo
grande de espectadores abandonó la sala y otro de nuevas
personas se instaló en los asientos. Castrejón recibió
de un modo incómodo la presencia de esa gente extraña
en la sala, de modo que apenas descubrió que ya había
visto la película antes se paró rápidamente de su asiento,
caminó cabizbajo por el pasadizo intentando que nadie
—un posible conocido, acaso un familiar— lo reconociera
y después de correr la cortina roja, cruzar el foyer y
acercarse a la columnata y dar un salto desde ella, se puso
a caminar en la noche como si viniera del jirón Quilca,
como una persona a la que se le ha pasado la hora mirando
libros y comprando bagatelas en el Centro.
Ahora ambos caminábamos rumbo a la revista
y el viento fresco de la madrugada nos había dado
un nuevo aire, había disipado algo los efectos del licor.
Castrejón me dijo sin que le preguntara nada que tendría
listas sus leyendas en un segundo y que, además,
de puro colaborador, me ayudaría a revisar pruebas.
Ciertamente no era un editor, agregó, pero podía detectar
un error de tipeo, alguna redundancia, ciertos
detalles. Le agradecí la generosidad y la verdad es que
no me sorprendí cuando me dijo si ahora ya estaba interesado,
si creía que el cine Colón o el teatro Colón
no merecían un responso, una necrológica, un homenaje
o eso que se escribe para las cosas que ya murieron
y no existen más. Lo miré andar a mi lado y la verdad
es que tuve deseos de abrazarlo, de invitarle una cerveza
en el chifa de mala muerte que estaba al lado de La
República, de seguir conversando con él toda la noche.
Sin embargo solo sonreí mientras esquivaba un charco
de agua sucia entre los baches del jirón Camaná. Ambos
caminábamos a prudente distancia.
© Jeremías Gamboa 2007
Este texto se reproduce con permiso del autor.
Tomado de The Barcelona Review.
Jeremías Gamboa (Lima, 1975). Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Lima e hizo una maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Colorado en Boulder, Estados Unidos. Ha ejercido el periodismo y la crítica de arte en revistas como El Dominical y Somos, del diario El Comercio, Quehacer y Lienzo. Este año publicó Punto de fuga, su primer libro de cuentos.

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